Reflexiones desde mi espejo

Blog de Opinión

Manuel Gris

Promesas incumplidas, o la mejor arma para gobernarlos a todos

Por desgracia solo en estas fechas, a principios de año, se suele hablar de una cosa que no debería ser gasolina para nuestro cuerpo, algo sin lo que sería muy fácil subsistir si fuéramos, que no somos, seres racionales cuya única meta es vivir en libertad, paz, y todas esas cosas que surgen cuando no jodes al prójimo como deporte. Me estoy refiriendo a las promesas incumplidas.

Aunque, por buena o, para algunos, mala suerte, últimamente esto es algo sobre lo que se habla y, al mismo tiempo, no se habla.

Es curioso, ¿no?

Pero no estoy aquí para hablar de política, porque sé que muchos no entrarán en razón ni reconocerán las mentiras de sus dueños porque no se les da bien salirse de sus papeles de buenos lacayos, sino de cómo esta asquerosa práctica se ha convertido en una moneda de cambio más para aquellos que buscan la meta a cualquier precio.

Se les suele reconocer porque, para empezar, prometen mucho todo el tiempo, además de que, con un poco de atención, es facilísimo pillarles mintiendo o llegando a la contradicción más infantil y ridícula.

También, por el bien de las risas comunes, traen tras ese desenmascaramiento una larga lista de excusas o invenciones típicas de personas con desordenes de personalidad, que en conjunto logran convertirse en el hazme reír secreto de todos los que les rodean.

Algo así como un bufón postmoderno señalado por todos sin disimulo.

Pero la felicidad de estos patéticos charlatanes por desgracia suele durar demasiado, porque tienen un arma secreta bajo la manga que hace que por mucho que se les pongan delante sus mentiras o se les discuta con algo que nunca tendrán (argumentos y razonamiento),  sigan estando en su sitio por lo eficaz (y antigua) de la misma: los seguidores ciegos.

Los que saben que apoyando a su brillante líder legaran a lograr sus metas personales. A estas babosas sin consciencia, personalidad y muchas voces interiores que les gritan en todo momento que no sirven para nada, son la reencarnación de los soldados rasos nazis que se colocaban en primera fila para servir de escudo, y que sonrientes creían que ese noble gesto iba a llevar como recompensa el abrazo y la camaradería de los que los consideran poco menos que herramientas reemplazables.

Y es que solo hay dos motivos por los que alguien debe tragarse con patatas una falsa promesa que se nota a la legua que es así: por aborregamiento intelectual, o porque le conviene que algunos más se lo crean. En el segundo de los casos, porque el primero solo se cura leyendo y escuchando de todo un poco y no solamente dogmáticamente, es el que está lleno, llenísimo, de estos soldados que he comentado, y por desgracia es un ejército que controla muy bien las redes y los medios, consiguiendo que cualquiera que no esté muy despierto o atento se trague sus mentiras y sigan al flautista hasta el precipicio donde sus promesas, podéis estar seguros, lo le lanzarán a él.

Hay veces en las que salir al balcón del mundo y ver como mucha gente prefiere seguir al tuerto por miedo a lo que no conocen, se convierte en una prueba de resistencia.

En una lucha contra la cordura personal. Porque no importa todas las veces que a esa gente les mientan a la cara, que les insulten o se aprovechen de ellos, porque siempre habrá un coco mucho peor, la mayoría de veces falso, al que temer y señalar como excusa para darse martillazos en sus propios tejados. Para vender el alma y el futuro de sus hijos.

Una falsa promesa siempre dará más esperanza a alguien falto de inteligencia que una verdad incomoda o dolorosa, porque el miedo y la falta de personalidad para afrontar la vida y los millones de problemas que se nos ponen delante es algo que a día de hoy, por desgracia, sobra mucho. Y cada día más.

Es como si la valentía y la lucha por la verdad pura, sin manchas lilas o marrones o de todos los colores al mismo tiempo, fuera una lacra a eliminar por el bien mayor, que es sentirnos a salvo en una jaula de la que el carcelero promete, una y otra vez, que algún día se le caerá la llave al suelo, cerca de ellos, pero que deben esperar porque su compañero es muy, muy, malo. Malíííísimo.

¿Nos prometemos algo, esta vez, de verdad?, ¿qué tal si, solo por jugar un poco, intentamos no intercambiar la sinceridad por una falsa promesa?

¿Y si intentamos sernos a nosotros mismos sinceros?

Ya sabéis, solo por ver qué pasa…