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Eterno (Capítulo 1)

por Manuel Gris

Mi vida es algo sin sentido y lleno de cosas que se repiten sin que pueda hacer nada al respecto.

Soy humano, ¿que podía esperar?

Como humano estoy predestinado a no hacer nada de provecho dentro de mi patética existencia, dentro de mi cerebro lleno de preguntas con admiraciones y puntos suspensivos.

Es como darle a un orangután una raqueta y pretender que no se masturbe con ella. Dios nos dio la vida y se sentó a esperar que la usáramos de verdad, que no la malgastáramos, pero se equivocó. Usamos la vida para masturbarnos con ella, ya sea mentalmente con nuestros éxitos y el ego o físicamente pensando en esa amiga, en esa novia de un amigo, en esa jefa o en esa compañera de trabajo que se la chupa al secretario del director. O en el amigo de toda la vida que se ducha al lado tuyo en el gimnasio. Somos una sin razón, somos excrementos llenos de pelos y carne que esperamos pacientemente a que alguien tire de la cadena de nuestra vida para así caer sin remedio hasta chocar con la cloaca del mundo que no queremos ver pero que ahí está: nuestra verdadera vida.

Recién levantado y con el despertador molestándome no se me ha ocurrido nada mejor que decir.

Siempre he tenido un mal despertar.

Las sabanas se pegan a mi cara como medusas. No deseo estar despierto, pero el reloj parece desear lo contrario, como si no pudiera controlar mi vida, como si el pasado, el presente y el futuro no fueran más que trozos de papel arrancados de un libro y mantenidos en movimiento por el caprichoso viento.

Mis ojos no quieren ver y mi corazón no quiere latir. Pero la vejiga araña.

Los pasos son patosos, sin ganas de existir ni de crear más allá del frío suelo de camino al lavabo. Los ojos asoman entre mi pelo tímidamente, las manos abren el pantalón y el silencio se parte con el sonido del agua rompiéndose. La cisterna hace que una parte de mi desaparezca una vez más. Si no es la gente, son los objetos, la comida o la moda, el caso es que perdamos día a día parte de nosotros, de la esencia que nos hace estar vivos.

Cierro la tapa. Atravieso la puerta. Escapo de mi mismo.

Ya en mi habitación me siento en la mesa y escribo, en la página 23 del cuaderno número 42.

Una pluma volaba sin aire amigo, solamente se dejaba llevar. La vi caer, en tu sombra, y su calor cesó. La encontré felíz, simpática y despreocupada, pero lo más importante, te estaba agradecida. Tu gemela sin luz le producía momentos de calma que apaciguarán su excitación por la caída desde su dueño, aquel que no la echaba de menos, que nunca la conoció. Era su Dios, y como el nuestro, no sabe nada de sus creaciones, ni las escucha ni ayuda, simplemente existe para ellas.

Es un trabajo genial.

Tú le dabas felicidad, como a mi desde hacia tantos años, para ella eras su escondite, su única y verdadera casa, la única que había tenido de verdad que le daba algo más que vida. Le dabas felicidad y ganas de ser. Me identifiqué con ella, con su estado anímico en tu dirección. Aunque, claro, ella lo había conseguido.

Estoy obligado a quererte y vivir en tu olvido. Al principio me parecía bello, pues solo tenía eso de ti, pero poco a poco se ha ido convirtiendo en un sótano lleno de polvo y telarañas con una puerta cerrada desde fuera, y cuyo vecindario está sordo y no consigue oír mis gritos de súplica. Estoy ahí encerrado, y la escritura es lo único que me das. Miles de poemas te nombran en su dedicatoria, pero no me lees, ni me sientes, no me recuerdas ni nombras. No oyes mis lágrimas. Siento dolor dentro, a una altura del pecho que me preocupa, pues no es fuerte en mi estado, no ha habido nada que lo fortaleciera jamás, el ejercicio que creí la haría fuerte solo la ha debilitado más, como una pelota que se olvida de hinchar y se deja reposar durante años en el fondo del baúl.

Y tu baúl nunca se abre, mi corazón no para de sentir, y el olvido que viene en tu dirección sola- mente me ayuda a dormir, pues es la única manera de entrar en él. Entonces estamos juntos y te siento y te toco.

Y tú me oyes.

Me quedo un instante con el bolígrafo en la mano, sin saber que más vomitar en el mundo, como si todo el jugo hubiera sido derramado en una cloaca. Miro hacia delante y encuentro unas fotos sin rostro clavadas en un corcho.

Me limpio la cara y enfoco la imagen.

En una me reconozco con mi novia, Sarah, abrazados en la sombra de un árbol, un sauce llorón, hará unos tres veranos. Ella sonríe, con un jersey negro con unas rayas blancas que hacen de sus brazos autopistas. Yo solo miro hacia delante, con el flequillo maquillándome la cara de negro dejando escapar solo ápices de un pálido rostro. La boca es una mueca y tengo las piernas cruzadas. Ella las tiene estiradas, una sobre la otra. Somos las diferentes y a la vez iguales partes del mismo pañuelo, del mismo sueño, de esa ilusión llamada amor.

Bostezo y decido.
Me ducho.
Mientras el agua cae a través de mi cuerpo, como si de un helado que se derrite se tratase, intento crear una agenda mental para este día que, a priori, es igual que todos los demás.

Trato de verme saliendo de casa y cerrándola con llave; temo que todos los inútiles objetos que no necesito, pero tengo me sean robados. Después llamaría al ascensor y rezaría para que mi vecina de sesenta años, y experta en la vida, no saliera de casa. Si así fuera, tendría que aguantarla asintiendo en todo momento ante otra de sus estúpidas teorías sobre por qué los jóvenes beben, se drogan, follan sin amor y no estudian. Entonces pensaría, pero no diría, que si los jóvenes hacen todo eso es porque están desencantados del mundo y no tienen ilusión por nada. Que sus actos existen a causa de los valores arrogantes y prohibitivos que gente como ella inculcó a sus hijos y estos, ya adultos, cagarían sobre sus ahora nietos que hartos de ser marionetas tratarían de escapar del único modo posible: la autodestrucción inconsciente. Esa desfloración juvenil la desean porque es el único modo de sentirse parte de ellos mismos, porque de ese modo se sienten libres más allá de los muros reales y morales que existen en sus nidos. Vomitando la cena que mamá les hizo con cariño, fumando lo que sus padres antaño descubrieron, desvirgando y siendo desvirgadas por sucios e insensibles trozos de carnes, hay mil maneras de morir por dentro y la juventud hace todas las imaginables y las que no porque ellos son su única barrera, su único freno, ese que arrancaron y dieron de ofrenda al Dios por el que se muere.

Pensaría eso, pero no lo diría, sería amable y le dejaría hablar.

Como mis padres me enseñaron.

Al llegar a la calle caminaría en dirección a la parada de autobús, donde con suerte estaría a punto de llegar el número 43 que me deja justo en la puerta del trabajo. Esperaría con calma sentado en el banco rezando, de nuevo, para que no se sentara nadie con ganas de hablar.

Caigo en la cuenta, mientras me aclaro el pelo y pienso en esto, en que nunca he sido de mucho hablar y mucho menos sobre cosas sin sentido o que no tienen relación con ese momento. Me pone enfermo tener que iniciar una con- versación por el simple hecho de matar el silencio. No veo qué necesidad hay más allá de la sociabilidad forzada por los anuncios de café y de detergente, donde todos hablan con todos sobre chorradas que a nadie importa pero que están ahí al fin y al cabo. Quizá por eso siempre voy con los cascos del mp3 con el volumen al máximo y, quizá, por eso nunca se sientan a mi lado. El ensordecedor susurro es amenazante, les asusta porque creen que escucho música satánica, de esa que censuran con etiquetas de avisos paternos que solo sirven para darle más colorido, si cabe, a las carátulas de cualquier estilo musical.

Me gusta esa sensación de estar solo entre la gente, de no ser y a la vez ser algo minúsculo dentro de esa inmensa masa de cerebros con acciones pero sin ideas.

Eso me gusta.
Ser masa y no serlo.
Ser y no ser.
Como los muertos.
Al llegar al trabajo abriría la puerta que siempre en-

cuentro cerrada. Encendería el ordenador, introduciría la contraseña, «canelita», entraría en el correo y enviaría algún e-mail. A mi amigo Jon, por ejemplo, que también madruga y esta solo al llegar al trabajo. Le escribiría, en primer lugar, preguntándole como se presentaba el día y que pla- nes tenían para el fin de semana. Él no tardaría, seguro, ni treinta segundos en contestarme que tenía sueño, que aun no había llegado nadie y que estaba asqueado de trabajar, que a buena hora no se quedó cincuenta años más en la universidad sin dar el palo y viviendo del aire y de las mamadas de las estudiantes de intercambio. Yo, claro, le daré la razón, le diría que no debimos estudiar solo una FP y empezar a trabajar en lo primero que nos diera dinero suficiente como para empezar a emanciparnos. Le diría que a los veinticinco años está bien tener ya un piso y un sueldo decente, pero que quizás, quizás, hemos perdido una parte de la juventud que los de nuestra edad aun tienen, esos que van de Erasmus a follar y beber a otro país, los que arrastran asignaturas de primer curso estando casi en quinto.

Eso es vida.

Le diría eso, 4 Kb en total, enviaría y comenzaría a ponerme la bata y a preparar todo el material quirúrgico y los aparatos de reanimación cardíaca para seguir con mi vida de investigador.

El mundo de la ciencia, si se mira desde el prisma que tienen en lugar de ojos los investigadores, es una excusa para demostrarle al mundo lo mucho que lo conocen, lo mucho que lo respetan y lo mucho que quieren mejorarlo pero sin hacer ni caso a todo lo que ellos defienden. Es complicado de entender pero para hacerlo más fácil se podría decir que para un científico la única meta que existe en su trabajo es publicar sobre su estudio antes que nadie para así tener más renombre dentro de una lista que, a decir verdad, nadie conoce ni le importa una mierda porque, con sinceridad: ¿quién conoce el nombre del que descubrió la vacuna de la viruela?

Doctor Edward Jenner. ¡Ding, ding!
Gracias por concursar. A esto me dedico.

A las nueve empezaría a preparar la anestesia para el cerdo que estaba en el programa. Lo que hago es causarles un infarto y, tras reanimarlos, estudiar qué enzimas y proteínas puedo modificar para que no se vuelva a repetir el ataque cardiaco.

Agradable, ¿verdad? A veces me siento como un enfermero del Dr. Menguele, cumpliendo órdenes y torturando a inferiores para así descubrir o demostrar teorías que a nadie importa. Y después, publicarlas.

La estupidez humana solo es superable por los actos que creamos, crean, creaban y crearán.

No servimos para nada.
Como los muertos.
En un principio mi trabajo iba a basarse en la adicción a la cocaína en ratones, consistía en darles droga hasta que sintieran vértigo y alucinaciones para así, según lo que podemos entender del comportamiento animal básico, diagnosticar si lo están pasando mal o no y, si se da el último caso, asegurar mediante gráficos y números que nos da un ordenador si es el fármaco de la farmacéutica que nos da el dinero el que ha causado eso y no un dedo que Dios se ha dignado a sacarse del culo para hacer acto de presencia en la tierra. Este estudio era medianamente sencillo, motivo principal por el que lo había solicitado, porque aparte de operar, mantener a los ratones y colocarlos en las cajas de auto administración siguiendo la agenda, no había ningún tipo más de complicación. Claro cuenta los caprichos y desvaríos del jefe y el ego del resto de compañeros.

De un trabajo en el que debería haber estado cuatro años de mi vida lleno de algo que me atraía y, porque no decirlo, que no me quitaba mucho tiempo para vivir, pase en poco más de un año a otro que no me gusta en absoluto, que me resulta molesto y me obliga a continuar trabajando los fines de semana, los festivos y las fechas señaladas. Todo por una farmacéutica, autenticas dueñas de los hospitales, becas y en definitiva de todo lo que se descubre, y por la incompetencia mental de gente que no sabe lo que es la vida más allá del trabajo. Ese es uno de los mayores problemas de mi jefe, que se cree que los demás estamos aquí veinticuatro horas al día como si fuéramos esclavos, como él, o divorciados que no recuerdan el nombre de sus hijos. Como él.

Sin darme cuenta he terminado de ducharme y me estoy secando. Como siempre, me pongo una toalla en la cintura y con otra toalla me seco la cabeza y el cuerpo.

De repente siento un frío extraño en los dedos de los pies. Luego sube y me recorre la espinilla y llega hasta la entrepierna.

Ahora siento calor.
Se vuelve todo oscuro.

Despierto, pero no en mi cama.
Despierto, y no puedo levantarme. No puedo llegar al lavabo y ducharme. No puedo irme a trabajar como he planeado.

No puedo. Estoy muerto.
Estoy muerto.
Y, sin saber porque, me alegro por un instante.

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