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Un disparo en la memoria

por Elena Rubio Viagel

La casa era de madera oscura, de apariencia ruinosa y frágil. Había nevado la noche anterior y la chimenea soltaba chispas con lentitud. Los libros estaban tirados por el suelo, como si hubiesen ido recorriendo las estanterías en busca del indicado y hubieran lanzado los que no necesitaban con rabia. Las botas de Marc descansaban al borde de la cama junto a una botella medio vacía de Vodka.

Candela abrió la puerta y le vio recostado en el sillón, sucio y desgastado. Desprendía un olor repulsivo que no le resultaba nada novedoso. Dejó las llaves en la estantería del escritorio lleno de notas y papeles arrugados con ira. Se dirigió a la puerta, cogió su abrigo y cerró la casa con suma delicadeza. Siguió el sendero del jardín, apenas distinguible entre toda la nieve.

Marc se despertó de pronto, descorrió las cortinas dejando entrar algo de luz, se asomó a la ventana y observó la figura de Candela perderse en la nieve mientras el vaho de su boca empañaba el cristal y le devolvía un reflejo triste y borroso. Había conseguido estar más de seis meses sobrio y lo había estropeado todo en cuestión de un día. ¿Por qué había vuelto a beber? ¿No era capaz de dejar de comportarse así?

La joven había llegado ya a las afueras del pueblo, giró a la izquierda y empezó a subir la pequeña escalinata que conducía a la puerta de Marta. Marta era su mejor amiga desde que se mudó con Marc y sabía toda su historia, las partes claras y las oscuras. Apenas tocó el timbre, Marta le abrió la puerta muy nerviosa. Se le notaba el pulso acelerado y vio como sus manos temblaban cuando la señaló el recibidor.

Marc llevaba ya cinco copas, había estado llorando, escribiendo más notas incomprensibles en las que volcaba sin éxito sus esfuerzos por odiar a Candela. Mañana haría un mes de su última cena, y en dos días harían su tercer aniversario. Pero hacía tiempo que las cenas ya no eran compartidas y que cada aniversario caía sobre ellos como una condena.

Se habían conocido en la ciudad, cuando Marc trabajaba para el hermano de Marta y Candela había ido a visitar a unos compañeros de la armería. Candela era una experta en la escuela, daba siempre en el centro de la diana, sin importar el arma o la bala. Allí había conocido a Marta. Cada una había acudido a esa escuela por diferentes motivos, una de ellas alentada por el afán de su padre hacia la caza y la otra por la seguridad y protección que le otorgaba disparar una bala.

Marc llevaba casi cinco años en la empresa y de la noche a la mañana encontró sus cosas y sus cuentas en una caja en la puerta de su despacho. En un segundo se encontró sin trabajo y andando sin rumbo por la avenida que recorría el río de un extremo a otro. Cabizbajo y con la mirada perdida en promesas ahogadas conoció a Candela. Ella iba con un vestido azul y una chaqueta blanca. El viento decidió arrebatársela y llevarla en dirección a la orilla. Marc la había visto y corrió a por la chaqueta que volvió a su dueña sin una sola mancha.

Muchas tardes acompañadas de cafés y diversas confesiones, empezaron a compartir su tiempo cada vez más. Se habían hecho prácticamente inseparables y cuando hicieron su primer aniversario, se mudaron. Marta vio a Marc con Candela aquella misma tarde en la que bajaban las cajas del camión de la mudanza y notó como su corazón le daba un vuelco.

Candela estaba ya sentada en el sofá, hablaba con Marta, pero la notaba inquieta e incapaz de concentrarse en lo que le decía. Marta siempre le había dicho que la cara de Marc le resultaba familiar, a pesar de no haberle visto nunca en la oficina de su hermano, y que este último no hablara especialmente maravillas de él. Candela lo atribuía siempre a las facciones de Marc, simples y comunes en mucha gente de la ciudad que había trabajado anteriormente en el campo pero su amiga nunca le daba la razón.

Marc, en cambio, sí que recordaba a Marta, se había estudiado sus rasgos a la perfección. Sabía las horas a las que salía con sus amigos, conocía sus hábitos y la espiaba en sus ratos libres. Habían sido compañeros en el instituto, se habían cruzado miles de veces por los pasillos pero Marta no alcanzaba a ese recuerdo. Marc era un niño sonriente pero que a la vez transmitía cierta curiosidad, hablaba muy poco y en ocasiones era bastante violento.

Su novia, que desconocía totalmente su instituto, seguía en la casa de Marta. Esta se fue a la cocina para traer más café, en lo que Candela aprovechó y cogió uno de los papeles que descansaban en la mesa de trabajo de Marta. Era una hoja vieja y ennegrecida, en la que el nombre de Marc descansaba rodeado por un círculo rojo acompañado de otros niños y niñas del 98.

Marta se acercó a ella, y le empezó a relatar su historia, la de ella y la de Marc, pero con más sombras que claros. Él se había obsesionado con ella en el último curso y había jurado a sus amigos que en unos años estarían juntos. Pero para entonces, Marta dejó el instituto, los años pasaron y Candela se cruzó en su vida. Marc había dejado el alcohol y había conseguido olvidar a Marta hasta aquel día que los volvieron a presentar quince años después en una armería a las afueras de la ciudad.

Candela había oído toda la narración en silencio y sin hacer interrupciones, observaba a Marta, su apariencia ahora le resultaba la de una desconocida. No reconocía a su amiga, las manos le habían dejado de temblar y notaba cierto alivio en su cara.

Decidió entonces salir de la casa, ahora veía todo más claro. Marc había sido despedido porque el hermano de Marta sí se acordaba de él, habían sido mejores amigos y conocía a la perfección su obsesión por su hermana. Así que cuando ocupó el cargo de su padre en la empresa, llegó el momento que tanto había esperado. Y su recaída en el alcohol fue solo cuestión de tiempo, las emociones le habían hecho colapsar desde el regreso de Marta a su memoria.

Candela apresuró el paso, estaba deseando hablar con Marc, explicarle todo, sacarle del alcohol y mudarse lejos. Pero nunca llegó a decirle nada. Cuando hubo cruzado el porche y estaba en la puerta buscando las llaves en el bolsillo de su abrigo, una bala le atravesó el cuello. Marc sonreía desde el otro lado de la puerta y mientras el cuerpo de Candela se desvanecía a sus pies, vio a escasos metros de ella a Marta, que le devolvía la sonrisa. Marta nunca había olvidado a Marc, y todo el pudor que le provocaba este y sus promesas años atrás, se transformó en un amor enfermizo cuando le vio del brazo de Candela. Llevaban cuatro meses planeando deshacerse de ella y por fin podrían estar juntos.