Beaten woman standing in front of a dark wall demonstrating violence on women.

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El marido que nunca fue

por Charo Sardina

Apoyada en el fregadero de la cocina y con la mirada cargada de tristeza, Teresa se preguntaba cómo habían podido llegar a eso. Que lejos quedaban aquellos días de noviazgo cuando un joven bien parecido conquistaba a una mujer menuda y algo insegura. Ella y Marcos se habían conocido en la verbena la noche del santo. Desde entonces no se habían separado y de aquello hacía hoy mismo 20 años.

Ahora, Marcos estaba sentado de espaldas a ella, engullendo el desayuno que ella había preparado con amor. Él maldecía la vida que le había tocado vivir. Llevaba meses sin trabajo y sin esperanza. Con la taza de café en la mano, Marcos alzó ligeramente la cabeza y reparó en el reflejo que en la ventana de la cocina podía ver de su mujer.
– Teresa, –dijo de pronto- esta noche saldremos a la verbena. ¡Ponte guapa!

A la mujer se le alegró el rostro pero se le encogió el corazón. Pensó que quizá aún quedaba un rescoldo de amor entre ellos. Aunque, aquella oferta era rara, hacía meses que no iban juntos a ningún sitio.

Marcos se levantó. -Tengo que salir –dijo cogiendo la chaqueta del perchero de la entrada-. Volveré a las siete. La puerta del minúsculo piso donde habían pasado los mejores y los peores años de sus vidas se cerró de golpe. Ella soltó un suspiro, no sabía cómo tomarse aquella oferta, hacía tanto tiempo que no compartían nada.

Teresa amaba a Marcos a pesar de las palizas y las humillaciones que ya se prolongaban desde hacía años. Solo había pasado un día desde la última vez. Quizá la cena fuera su forma de redimirse. Siempre pedía perdón y juraba que no volvería a hacerlo, pero lo hacía. Quizá esta vez iba a ser diferente –pensó.

Tras unos años muy felices, todo se acabó como de sopetón. Un día mientras Marcos estaba en el trabajo ella había salido con una amiga, a dar una vuelta por el parque. Era feliz, estaba embarazada de tres meses y había decidido contárselo a Marcos aquella misma noche. Le había costado concebir pero al fin ahí estaba el pequeño que llenaría de alegría sus rutinas.

Cuando Teresa volvió a casa, su marido ya esta allí, sentado delante de la televisión con una cerveza en la mano. Parecía borracho. Ella se asustó, no era propio de él.

-¿Qué pasa, amor? – le dijo con gran ternura.
– Déjame en paz, tú tienes la culpa –fue la contestación de un hombre con el rostro demacrado y la expresión hirsuta.

Teresa se quedó helada sin saber qué decir.  -¿Necesitas algo? –acertó a balbucear-. Marcos se levantó y le dio un empujó. Teresa cayó sobre una silla. Casi no le dolió el físico pero su alma se desgarró para siempre. Marcos la miró fijamente, dos lágrimas corrieron por sus mejillas al tiempo que se acercaba a ella para pedirle perdón y acariciar aquella cara aterrada.

-Perdóname, cariño – suplicó-, no sé que me ha pasado. Me acaban de despedir. Estoy hecho polvo.

Teresa no supo que decir, solo le abrazó y lloraron juntos.

Ahora, sentada en la cama frente al espejo de la puerta del armario, aquella mujer menuda calibraba su aspecto avejentado mientras recordaba con gran amargura al hijo que no pudo ser, al marido que nunca fue.

Desde entonces había habido muchas palizas y también muchas reconciliaciones. Ella sabía o, quizá, quería creer que Marcos no lo hacía a propósito, estaba muy presionado desde que no encontraba trabajo fijo y sobre todo desde que, a causa de un puñetazo, ella perdió su bebé. Marcos en cierto modo se sentía culpable pero le era más fácil echarle la culpa a ella. No has sabido cuidarse –le decía a veces-. Teresa creía que lo hacía para mitigar sus remordimientos.

A las siete y cuarto Marcos apareció por la puerta. Estás lista –le dijo con esa voz meliflua que a Teresa tanto le gustaba-. Ella había elegido su mejor vestido, se había lavado el pelo y se había maquillado. Pero, poco, porque a Marcos no le gustaba que exagerará con unos labios carmesí.

-Vámonos, lo pasaremos en grande.
Teresa estaba algo desconcertada. Su marido no parecía el mismo, pero no dijo nada. Cogió el bolso y se dirigió a la puerta que ya estaba abierta.

-No sé cuándo van a arreglar este maldito ascensor –Marcos alzó la voz ya en el rellano de la escalera. A Teresa no le dio tiempo a contestar, de pronto notó una mano en la espalda que le empujaba con fuerza y, sin poder agarrarse a la barandilla, cayó rodando por la escalera. Teresa gritó, Marcos aún más mientras corría escaleras abajo. Sabía que la cotilla de su vecina no tardaría en aparecer. ¡Matilde, Matilde! – grito con gesto desaforado- llama a emergencias, por favor, Teresa se ha caído por la escalera.

Marcos ya estaba junto a ella, la cara de su mujer no tenía expresión pero aún respiraba, aunque un reguero de sangre le salía por el oído izquierdo. Marcos miraba hacía arriba a ver si Matilde salía de su casa cuando un cuchillo certero le atravesó el corazón. El último hilo de vida de Teresa le insufló el coraje suficiente para poder abrir el bolso y sacar el cuchillo que había preparado. Ni siquiera estaba segura de por qué.

Cuando llegó Matilde, ambos yacían en el descansillo del piso inferior. ¡Malnacida! ¿qué te he hecho yo? – Marcos ya sin fuerzas trataba de justificarse-. Teresa ya estaba muerta.