El ser humano es un animal de costumbres, incapaz de atreverse a dar un paso en dirección a un camino nuevo o extraño, diferente, nunca visto; valiente.
En mi opinión, humilde sin duda, se debe a lo intelectualmente inferiores que nos hemos vuelto gracias al modo en que la cultura es prostituida, buscando día tras día que se estanque en pozos de entretenimiento vacío y estéril que no ayuda a pensar o sentir, sino a solamente tenernos quietecitos un rato sin pensar en nada más que en estar… pues eso: sentados y quietos.
A decir verdad, las últimas películas que me han hecho sentir han sido clásicos de los 90 o principios del 2000 que aún no había visto, o algún que otro largometraje oculto y poco publicitado parido por genios del cine que, cuando les colocan detrás a productores, ejecutivos y demás payasos idiotizantes con un maletín, optan por dos opciones: bajarse muy fuerte los pantalones, o seguir fiel a si mismo (Amo a los segundos; mucho).
Los Mitchell contra las máquinas es un ejemplo de cómo hay creadores, guionistas, directores y (aunque jode reconocerlo) algún directivo, que saben cómo hacer que una película sea respetada por todos y que, además de hacerte olvidar que cerca tienes un móvil con el que evadirte, te abra un mundo lleno de historias, una fotografía, una dirección, unos efectos de sonido y actuaciones (los dobladores) difícil de olvidar, y que te hace tener arcadas al recordar películas de su “categoría” como Soul o la mierda esa del Dragón que ha sacado Disney hace poco.
Porque Los Mitchell no es, como dirán los que se quedan en la superficie, una “película familiar de aventuras”, sino una monumental obra de animación que nos lanza a la cara una crítica brutalmente honesta del mundo tecnológico en el que nos estamos metiendo sin entender sus consecuencias, y que nos hace ver la verdad tras la familia desestructurada, esa alejada de los filtros de Instagram y con gustos poco comunes (ya sabéis, la que no aparenta y se atreve a ser ella misma pese a quién le pese), mostrándola como lo que es: la base para una buena educación infantil/adolescente y preservar la libertad de espíritu y carácter.
Y es que entre bobadas de paridad e inclusión, de buenísimo estúpido y mensajes contradictorios sobre qué son y quiénes pueden llegar a ser nuestros hijos que nos colocan con calzador en series y películas que ganan premios porque sigue habiendo jurados cobardes detrás de las cortinas, Los Mitchell contra las máquinas decide sacársela, ponerla sobre la mesa y, con un arte que ya enseñaba la patita en Spiderman y el multiverso o La Lego Película, crear un mundo psicodélico que como un tsunami nos transporta, sin que nos demos cuenta, lejos, muuuuuy lejos, de lo que habíamos visto hasta ahora en la animación por ordenador.
Hay películas hechas para contentar, otras solamente para ganar dinero, y también las hay para tener entretenido a “profesionales” del séptimo arte porque son amigos o peones útiles para la industria, pero Los Mitchell contra las máquinas juega en otra liga. Incluso con sus pequeña dosis de clichés o sus mensajes lacrimógenos (ambos colocados de una forma para nada artificial o torticera) es de lo mejor que se ha hecho en animación desde la lejana Sherk 2 o Wall-e.
No dejéis que os roben más neuronas a base de mierda fácilmente amontonable en el rincón de mierda, y abrid vuestra mente a este mundo que, espero, sea el que nos aguarda la industria en el futuro. Ya hemos sufrido bastante…