Imperiofobia y Leyenda Negra
María Elvira Roca Barea
Ciudad, Camino y Hospital
José Víctor Esteban
La Pontificia y Real Universidad de Santo Tomás de Filipinas de la muy noble ciudad de Manila fue fundada por la orden de los dominicos en el año del señor de mil seiscientos once. A dieciocho mil kilómetros de Madrid podían encontrarse las mismas instituciones, Colegios Universitarios, Hospitales, Conventos, Ayuntamientos y los mismos funcionarios, corregidores, veedores, oidores, escribanos y alguaciles, regidos por las mismas leyes que en Valladolid, Bogotá, Lima, Bilbao, Sigüenza o Almadén.
Ser inglés en los siglos XVI, XVII o XVIII (y especialmente marino inglés), tenía que ser un tanto deprimente. Adónde quiera que encaminara su barco por el mundo siempre terminaba encontrándose con una factoría, fortaleza o ciudad fundada, defendida y habitada por algún súbdito del imperio español. Castellanos, portugueses, aragoneses, napolitanos, holandeses, genoveses, alemanes o borgoñones sostenían una pica, tiraban de arcabuz o empuñaban la espada en el nombre de Cristo y del Rey de España desde Nápoles a México y de Brujas a Filipinas.
María Elvira Roca Barea ha realizado un ejercicio de erudición formidable en ‘Imperiofobia y Leyenda Negra’ intentando presentar con ecuanimidad las características diferenciadoras entre la organización imperial española desarrollada en América durante tres siglos y en Europa algo más de doscientos años y los imperios británico o francés, y las que tiene en común con el antiguo imperio romano, el ruso o el norteamericano actual.
El sarampión hipernacionalista (por no decir la peste) que supuso el franquismo hace que aún hoy día la mirada histórica de muchos españoles sobre la larga historia de España se vea deformada por la innegable y deplorable mediocridad de la dictadura. “España siempre ha sido un desastre y no tiene remedio”, “Los españoles son gente muy difícil y necesitan una mano fuerte” y tantos otros “cuentos de cacique” en búsqueda de autojustificación.
Todos los imperios, debido a su propia fuerza, generan una feroz crítica por parte de aquellos que terminan bajo su ámbito. Los griegos, subidos a las alturas de su superioridad cultural y civilizatoria, criticaron ferozmente a los romanos. Los italianos, hombres del renacimiento y herederos de la superioridad romana abuchearon intelectual y sonoramente a los españoles de los siglos XV, XVI y XVII que, a pesar de ser una mezcla degenerada de razas, se habían impuesto a su larga tradición histórica y cultural (y tuvieron que aguantarlo durante casi doscientos cincuenta años).
La autora compara a lo largo del libro, los rasgos comunes del rechazo a los imperios que en el mundo han sido, con los elementos propios de la leyenda antiespañola, la “leyenda negra” , con un éxito tan innegable que hasta los propios españoles nos la creemos. Diferenciando entre la propaganda antiespañola de los italianos, que no dudaban en mofarse de nuestros antepasados llamándoles godos salvajes, judíos o marranos y moros y la propaganda luterana, mucho más contundente y de más éxito. “Qué los holandeses pintan al diablo barbirrojo porque parezca español”, dirá Quevedo en los Sueños. Como los godos que destruyeron la antigua Roma, los godo-españoles la saquearon de nuevo en una contradicción permanente con el otro insulto favorito, “marrano”, que se extendió por el mundo luterano a la vez que el antisemitismo más fanático propagado por Lutero.
Si ustedes han visto ‘La vida de Brian’ de los geniales Monty Python recordarán la escena del circo en la que los “resistentes” critican con dureza al imperio romano. “¿Qué ventajas nos han traído los romanos? Las carreteras. Bueno eso sí, pero ¿que más?” Y la lista de ventajas aportadas por el imperio romano se hace interminable. (Si no la han visto, es imperdonable, arréglenlo)
¿Estamos ante un libro de exaltación patriotera que busca la inflamación del ego nacionalista español? No. Creo que estamos ante una obra que pretende ayudarnos a entender mejor lo que nuestros antepasados fueron capaces de hacer a lo largo de los tres siglos que el imperio español se mantuvo en plenitud. Se mire por donde se mire el imperio inglés en su máxima extensión alcanza desde el gobierno de la reina Victoria hasta los primeros años de la sempiterna Isabel II, ciento cincuenta años, y el francés los ochenta años que van de Liautey a De Gaulle. Algo harían bien los españoles de entonces.
¿Estamos ante un libro de propaganda que intenta construir una Leyenda del buen español frente a los autores de la leyenda negra? No. María Elvira Roca nos ayuda a entender que algunas obsesiones que ahora nos parecen tan típicas de los españoles del siglo XXI en realidad están anclados en las cosas buenas que por más que se niegue tuvo el Imperio español. La obsesión reciente por tener más autopistas que Alemania, más universidades que Francia y más hospitales que Inglaterra tiene sus raíces en la organización del Imperio español.
El Camino Real que a lo largo de 2.500 kilómetros unía la ciudad de México con Santa Fé en Nuevo México, los hospitales que se construyeron en todas las ciudades de América que hacían que en la Lima de finales del siglo XVI hubiera una cama por cada ciento un habitantes (más que ahora), o los más de veinte Colegios Universitarios fundados sólo en el continente americano tienen mucho que ver con nuestra obsesión reciente por la obra pública. ¿En cuántas ciudades pequeñas y medianas de España (y de América) podemos contemplar un hospital renacentista, una universidad barroca y un puente de la Ilustración?
¿Saben ustedes cuántas Universidades fundaron el Imperio portugués o el holandés en sus respectivas colonias? Han acertado, ninguna. Sumando las fundadas por ingleses y franceses tampoco llegan a veinte. ¡Qué cosas!
¿Qué se hicieron cosas mal? Por supuesto. ¿Qué había corrupción? Evidente. ¿Qué la Inquisición fue una institución abominable? Claro que sí. Pero ni siquiera fue un invento español. ¿Deberíamos juzgar el pasado con los clichés de “la modernidad” o tan sólo intentar entenderlo?
En definitiva, una obra digna de ser leída, disfrutada y utilizada como base para alcanzar un mejor conocimiento de nuestra propia historia.
Un apunte más. Cuando los grandes navegantes, que lo eran, James Cook para Inglaterra y La Pérouse para Francia, consiguieron abrir el Océano Pacífico a la navegación de sus respectivas armadas, hacía dos siglos (sí, dos siglos) que el galeón de Manila unía las Filipinas con México lleno de fardos de mercancías con las mejores cerámica, seda y artesanías orientales. El lujo asiático llegaba a Europa cruzando la nueva España por otro Camino Real que enlazaba Acapulco con Veracruz para navegar a Cuba y desde allí a Sevilla, Amberes o Milán. De allí venían los famosos “mantones de Manila” hechos de seda China como se canta en la Zarzuela.
Y sin una puñetera subvención.
Si quieres leer el primer capítulo pincha aquí. Imperiofobia y Leyenda Negra.