Tras dos años de tiranía en los que hemos visto cortadas de raíz nuestra libertades más básicas sin que nadie hiciera nada o saliera a la calle a quemarlo todo buscando tras el humo un atisbo de humanidad, los punkis de postal, los pijos con chupas rotas de fábrica llenas de parches de grupos que jamás vieron o comprendieron, los mismos que representan toda la falsedad moral campando a sus anchas por el mundo y, encima, lo hacen con una sonrisa de superioridad en la cara, decidieron compartir lugar con quienes disfrutamos de un buen festival con música atronadora, profesionales competentes y rezando por no ser bañados en cerveza de arriba a abajo.
Vamos al lío
Y en la gira de 40 aniversario de Bar Religion no conseguimos ver ninguna de las tres cosas (sobre todo la última).
El hecho de que el punk ha muerto y nadie va a saber cogerlo del suelo y revivirlo es una realidad que a estas alturas sólo los más necios son capaces de negar, pero si encima como cara más joven colocas a gente como Bowfulse (o como se escriba), donde prima antes los saltos espectaculares, las carotas raras o la energía a un sonido decente, una voz que no parezca sacada del fondo de una lata mal oxidada o la variedad en la propuesta, con sinceridad, ya con el primer latigazo podíamos los más atentos ser consciente de lo que se nos venía encima.
Y lo peor es que no me pilló por sorpresa ver a estos Bofwusi (o como se escriba) abriendo el festival, porque hace ya muchos años que esto de la música no trata de calidad o buenas propuestas, sino de amiguismos, politiqueo y postureo de ese que tanto se critica cuando aparece en el pop o el reggeton mientras te gastas quilos de tinte para el pelo y tinta para tatuajes solo para poder fardar de ello mientras finges saber sobrevivir a un pogo como es debido.
Y para muestra de que cuenta antes la pose que cualquier otra cosa aparecieron los Pullet y se fue todo definitivamente a la mierda en las primeras 2 horas de vida del festival. Porque ver al cantante con una camiseta con la bandera de Ucrania (los ganadores de Eurovisión cuyo presidente/actor ha cerrado televisiones y tienen entre rejas a su oposición porque “Putin”) mientras trata de que su voz pueda oírse luchando contra el pusilánime técnico de sonido contratado para la ocasión (que debía ser el primo del cuñado de la camarera con la que sale el CEO del festi), da más pena y asco que ganas de saltar y bailar.
Aunque, cuando te das cuenta de que esa payasada de la camiseta y los puños en alto cual Ché (un asesino de homosexuales y racista declarado) es lo máximo que cualquiera allí presente ha hecho por la “causa Ucraniana”, al menos te podías echar unas buenas risas.
Por suerte era ya hora de ponerse a cenar y pude escaquearme del horror mientras degustaba una Ambar (posiblemente de lo mejor de la velada) y un bocadillo de lomo con mi pareja mientras comparábamos aquella calamidad con cualquiera de los otros mil millones de conciertos a los que hemos asistido en nuestra vida. Las medias naranjas existen, amigos; y de qué manera.
Ya sólo quedaban tres grupos en la agenda, demostrando no sólo que la afirmación del título de este artículo es la pura verdad, sino también como este género vive del pasado a falta de un presente digno de heredar un legado reivindicativo y festivo hasta ahora nunca superado, porque ver a Millencollin partirle el culo a los dos anteriores grupos con algunos de sus himnos mientras todos saltaban (incluidos heavys con sus chupas de Kreator y Slayer) fue toda una gozada y digno de aplauso, si no fuera por, una vez más, lo primitivo del sonido que iba y venía igual que las últimas exhaladas de un comatoso; muy poético, sin duda.
Y llega lo bueno…
Tras un poco de pop punk ligero y alegre vino el grupo que muchos teníamos más ganas de ver, seguramente por lo desubicado que estaba en el cartel, porque poner a Suicidal Tendencies “teloneando” a alguien es de no saber organizar un evento o escoger antes el fetiche que el equilibrio, porque con su bestial propuesta y avasalladora puesta en escena, con sinceridad, ¿quién iba a querer ver a los melódicos y viejales Bad Religion en escena?
Se notó mucho el bajón de energía, mucho, sobre todo tras pasarnos cerca de una hora alucinando con la destreza de un Ty Trujillo de 18 años (sí, el hijo de Roberto Trujillo de Metallica), los riffs de Dean Pleasens y el carisma de Mike Muir, pero al menos pudimos disfrutar del buen trabajo de su técnico de sonido y varios temazos que, al menos, compensaron el precio de la entrada.
De Bad Religion no voy a decir mucho porque es como poner un VHS en el video de tu abuela: idénticas poses, cero sorpresas, canciones colocadas en el mismo orden de siempre, seguridad técnica impecable, un cantante que se nota aburrido y conocedor de la hipocresía de alguna de sus letras, y, sin más, el punk rock convertido en una excusa más para bailar y pasarlo bien con tus amigos, igual que lo harías en cualquier discoteca de polígono.
En conclusión
El punk ha muerto. Esto es así. El público cada vez es más becerro que libre, y los tatuajes para ligar o chulear y la ropa pensada al milímetro han sustituido una filosofía y una música nacida de la rabia y el rencor a la humanidad, de la perdida de libertades y las ansias de verlo todo arder. La gran mayoría de los allí presenten buscaban poder decir en sus redes sociales que habían estado ahí antes de ser testigos del evento, y se notaba.
Han sido dos años de esclavitud cuyos frutos pudieron verse el pasado 20 de mayo, donde los mismos que callaron o señalaban desde sus balcones a quienes escupían en la cara del sistema ahora beben y tratan de ligar con maquilladísimas “punkis” alardeando de lo libres que son y lo mucho que odian al sistema.
No puede darme más asco aquello en los que se han dejado muchos convertir…