Reflexiones desde mi espejo

Blog de Opinión

Manuel Gris

Cuando el amarillo se volvió un mal color

Hay cosas que son importantes repetirlas, así que allá va:

La inteligencia de un colectivo se mide por sus actos, sus palabras, su forma de defenderse y, sobre todo, por el coeficiente intelectual de sus líderes.

Los verdaderos habitantes de Catalunya -al menos la mitad que sí quiere la paz y no señalan a los demás por sus gustos (a no ser que los otros lo hagan primero, porque lo de poner la otra mejilla ya ha sido descartado tras tantos años de tragar tonterías de estos descerebrados)- hemos llegado a un punto en el que solo ver las noticias hace que se nos caiga la cara de vergüenza, pero no del modo en que se te cae tras una noche de borrachera en la que te cuentan que nuevas tonterías has hecho, no.

Es esa cara de gilipollas integral, de anormal sin solución, que notas que se te queda cuando ves que un pequeño grupo de aborregados fantoches se hacen los dueños de la calle y gritan cosas con las palabras “Catalanes” o “Somos” en el enunciado, y que se atreven a nombrarse salvadores de un pueblo que no les pertenece sencillamente porque no saben nada de él. Nada.

Porque todo lo creen saber está basado en mentiras del mismo calibre de las de los Reyes Magos y el Ratoncito Pérez, de esas que buscan que estés tranquilito en tu esquina, sin molestar, hasta que te digan que actúes, que abras regalos o los compres o, lo peor, luches por ellos cuando, en realidad, no hay nada por lo que luchar.

N.A.D.A.

Mentir a un tonto es sencillo, porque en lo más hondo de su corazón él mismo quiere ser engañado, porque es consciente de que su vida va a pasar por la Tierra sin pena ni gloria, sin dejar una huella que no se acerca ni en intensidad a la de que aquellos días en los que tienes una diarrea de caballo y se te olvida usar la escobilla.

La sola imagen de que no sirven para nada, de que necesitan una causa para seguir levantándose por la mañana o llevar con más orgullo el paro o la ruptura de un matrimonio o una vida entera, enterita, de mediocridad, es lo que a muchos de los salvadores del pueblo les obliga a lanzarse de cabeza hacia un pozo en el que les han prometido que al final está el colchón más suave y lleno de las plumas más perfectas del mundo; y que sí existe, por supuesto, pero se lo han llevado sus líderes y lo han sustituido por un mojón del tamaño de su propia estupidez (es decir, ENORME).

Hoy, día 1 de octubre, la verdad es que estoy menos cabreado de lo que esperaba. De veras.

El tren se ha retrasado por algún grupo de niñatos que, normal, prefieren hacer el gamberro que ir a clase, y algún compañero del trabajo me ha mirado mal porque no iba de amarillo o lucía un lacito cuyo significado han robado para la causa (para no perder la costumbre, vamos), pero, ¡de veras!, no estoy demasiado enfadado.

Y el motivo tiene mucho sentido y es que, en realidad, lo que pretendían los organizadores, es decir, que este día fuera algo enorme y que movilizara al “poble”, que esperaban que hiciera eco hasta el pueblo más pequeño de esa Europa a la que les importan una mierda, ha sido un fracaso tan grande, PERO TANTO, que seguro no esperasteis mucho en oírles decir que ha sido un rotundo éxito.

Los grupos que han jodido a la gente eran pequeños y desorganizados (niñatos y viejos que son la viva imagen de la descripción de fracasados que he dicho antes), sus planes de cerrar puertos y aeropuertos ha sido una cagada (lo sé por familiares y amigos que has podido salir de viaje sin problemas), y los retrasos en trenes, buses, transporte privado o moto han sido equiparables al de un accidente de bicicleta sin heridos o un suicida de los de toda la vida.

Es todo.

Bravo, genios, B.R.A.V.O.

¿Y para qué ha servido? Alguien dirá que para nada, pero voy a ser atrevido y voy a decir que no ha sido así.

El día de hoy ha servido para que los nacionalistas catalanes hayan añadido a su currículum una nueva fiesta unida a lo que mejor saben hacer y, en realidad, lo único que clavan cada vez que intentan algo: fracasar, perder, ser lo más bajo dentro de los habitantes del territorio español.

A nuestros nacionalistas, además de valor, les falta orgullo real, les falta saber tener una meta tangible (odio esta palabra, pero no se me ha ocurrido otra), y es que en realidad no quieren tener nada de eso, ¡para nada, oigan!

Son felices siendo los eternos perdedores, los apaleados por el mundo; el perro más mugriento y machacado de la perrera más abandonada sobre la faz de la tierra, y que además se pone chulo y agresivo cuando te acercas a ayudarle porque, en realidad, no sabe ni qué hace.

Y tampoco quiere saberlo, por cierto, porque si así fuera abandonarían todos sus himnos y panfletos y quemarían lo que de verdad deberían reducir a cenizas: a los políticos corruptos y mentirosos que, a sabiendas de que todo es una mentira, siguen insistiendo en que el Ratón Pérez existe, y les señalan hacia donde correr, gritas, perder, mientras ellos se llenan los bolsillos y se compran mansiones de lujo.

Y ahora una pregunta sincera: ¿estáis listos para pensar de verdad antes de que no haya vuelta atrás?

Tic, tac, tic, tac…