Todos los autores a examen
por Rosa Panadero

El libro sorprende por los muchos defectos que acumula —de los escritores en general, no del autor en particular—, como si las recetas secretas salieran a la luz y se viera lo que mal que algunos mezclan los ingredientes, a pesar de que las editoriales encumbren a ciertos autores pese a repetir una y otra vez el mismo libro con distinto título, o pese a no darse cuenta ellos mismos de que podrían cambiar la literatura por la botánica y el mundo no se daría cuenta de la nueva vocación. En versión 3.0, incluso podrían combinar ambas aficiones y escribir un tratado sobre plantas, pero, sobre todo, no una novela ambientada en un invernadero.
Una vez que se leen los métodos lectoricidas, no hay vuelta atrás: nunca más se volverá a leer un libro con los mismos ojos, se detectará en cuestión de palabras el mal del que adolece el libro. Ya nunca viajaremos del paisaje exterior a la psicología interior del personaje ni al revés, ni nos sentiremos apocados antes los cultismos pasados de moda de autores que creen sentar cátedra viendo “salir el sol por Antequera” (o por el este, que es lo mismo), o haciendo alarde del ruido abstracto. Como sentencia Luria en algún momento, “el diccionario de sinónimos en manos de un enfermo filático es un arma de destrucción masiva”.
También quita el velo a los que procrastinan o se enfrentan a la página en blanco: no existe ese mal si el cerebro bulle de ideas y de la emoción no hay tiempo para ordenarlas. Así que quizá habría que hacer mucha autocrítica como lectores y como autores sobre qué es literatura y qué no lo es. Me aventuraría a decir que gran número de los autores de actualidad son gente de postureo, porque no hay estimulantes suficientes para llevar a cabo tantos saraos sin tener una mano que lo escriba todo por un módico salario sin declarar autoría, pero ahí las editoriales tienen la última palabra. Y también la primera si son los que lo encargan.


