Man hands holding a crystal ball

Reflexiones desde mi espejo

Blog de Opinión

Manuel Gris

Mirando dentro en mis bolas de cristal

Ayer por la noche tuve uno de esos sueños largos y profundos, esos en los que estás tan metido en ellos que acabas creyéndote verdaderamente que lo estás viviendo de verdad.

Era tan real, tan tangible, tan asquerosamente vivo que nada más levantarme he tenido que contárselo a mi perrete sin dilación. Él, claro, ha contestado lamiéndose el pito y yo, como respuesta, le he bajado a dar una vuelta a las 6 de la mañana (sí, existe algo llamado “las seis de la mañana”, amigos subvencionados).

Y como me caracteriza una falta de egoísmo en ocasiones demasiado enfermiza, aquí me tenéis delante del teclado para que no se diluyan mis palabras entre la saliva de un animalico medio dormido una mañana de miércoles.

Vamos allá…

Todo transcurría en un futuro algo cercano, y sé que no era el presente porque un calendario me decía claramente que estábamos en 2023. Me encontraba sentado en la terraza de un bar tomándome una cerveza sin alcohol porque el gobierno encontró en su prohibición la única manera de gestionar los botellones intratables debido a que los cuerpos de la policía habían sido desmantelados porque reprimen la libertad del pueblo y ofende a los que delinquen por pura supervivencia.

Eso, claro, había acarreado más robos y okupaciones y, en realidad, nadie, incluído yo, vivía dentro del orden establecido; pues no había. Toda nuestra existencia se basaba en un rápido juego del gato y el ratón en el que cada uno trataba de llegar al final del día sin ser apuñalado o violado a base de apuñalar o violar primero. Lógico, si lo piensas bien.

Mi cerveza duró poco, y como pago le di al chico que “trabajaba” de camarero un botellazo en la rodilla antes de pedirle otro brebaje de esos. Y he dicho esa palabra entrecomillada por decir, porque en ese mundo nadie trabajaba ni hacía nada bajo las reglas de un contrato burgués y capitalista, nada de cadenas laborales y la imagen de un jefe tras la oreja dictando el camino a seguir para poder lograr beneficios y, con ellos, aumentos salariales; todo se basaba en hacer lo que fuera para sobrevivir y, con suerte, sentir que el tiempo pasaba más rápido para poder escapar de la realidad con él. Así que me trajo con miedo acompañado de una sonrisa victimista otra botella, recogiendo de mi parte cuatro simples palabras: que no se repita. En ese bar mandaba yo al menos hasta que me fuera al siguiente.

Hacía ya dos años que la chorrada esa del Covid quedó demostrado que no había sido más que una estrategia del mercado farmacéutico, financiado por los grandes gobiernos, para arruinarnos y colocarnos a todos en la misma casilla de salida, porque le igualitarismo que necesitaban instaurar los líderes en la sombra no podía alcanzase mediante palabras o esperando a que esa tontería llamada democracia hiciera su trabajo. De eso nada.

La sencillez de lobotomizarnos hasta convertirnos en robots obedientes había sido la clave, eso unido a un mareo constante de los medios y los discursos políticos junto con los problemas en oriente, cuya única solución consistió en meterlos a todos en occidente.

Era fácil de entender en ese bar con mi cerveza con sabor a agua y colorante, pero en su día se repetía mucho eso de que nadie debía quedar atrás, incluidos aquellos a los que nuestros ejército habían abandonado en manos de peligrosos follacabras adoradores de la violencia.

Ese pequeño gesto, que sirvió como alfiler para terminar de explotar el globo, logró de la noche a la mañana que la batalla ideológica entre nosotros mismos, defendiendo unos y atacando otros lo que estaba pasando (muy parecido a las luchas de clases del comunismo y de sexos en el feminismo) llegase a su cima, en la que las hachas volaron de un lado al otro al tiempo que los nuevos llegados calentaban las palomitas en los microondas que les regalaron nuestros impuestos.

La batalla fue corta y acabó en una derrota por ambas partes, lo que llevó  a nuestros líderes a un acuerdo (seguramente pactado desde hacía mucho tiempo pero oculto en un cajón esperando al momento idóneo) que nos convertía a todos en iguales mediante la eliminación total de dinero, libertades y posesiones. Y sí, he dicho NOS sin que el ELLOS entrase en la ecuación.

La seguridad personal pasó a ser lo más importante, olvidando el resto de problemas o escándalos del pasado cercano, y eso por supuesto nos calló la boca. Daba igual todo lo demás, porque habíamos probado las mieles de la batalla y ninguno queríamos volver a tenerla en nuestro pan; o al menos en el que nos permitieran comprar.

Nadie, nunca, se quejó. Nadie, jamás, recordó dónde había empezado todo o las terribles cosas que aquellos que nos dosificaban la vida habían perpetrado, pues el miedo y la inseguridad, la perdida de religión y libertades occidentales, nos dejó a todos mudos. Ciegos y sordos llevábamos mucho tiempo atrás.

Todo esto lo sabía en mi sueño, como también sabía que podría haber hecho algo, que todos podríamos haber hecho algo, pero no lo hicimos. La seguridad moral y el hastío habían devorado nuestras piernas y brazos impidiéndonos ser algo más que un simple mueble que mover de un lado al otro, y cuando estas cosas pasan el final únicamente puede ser uno: la paz con sabor a derrota y pobreza.

Desperté y miré el calendario del salón antes de sacar al perrete, situándome de nuevo en 2021, y entonces miré a mi adormilada mascota mientras volvía a lamerse la pija y me dije: los animales y las personas, en el fondo, somos iguales a la hora de afrontar la vida.