¿Os acordáis cuando hace unos años nos importaba muy poco el color, raza u orientación sexual de los deportistas?, ¿o cuándo al ganar alguien de tu país o perder uno del otro simplemente decíamos bien o que se joda y después seguíamos con nuestras vidas?
Eran buenos tiempos. Éramos más libres y nos importaba un carajo la ideología de los demás o, simplemente, una mierda la política.
En aquella época podíamos tomar algo con cualquiera, acostarnos con cualquiera (si te lo currabas), e incluso hablar de lo que quisiéramos sin esa angustia que ahora nos coge del cuello cuando te das cuenta de que la conversación está llegando poco a poco a temas donde “ser” de izquierdas o de derechas ya nos coloca a distintos lados del espejo y entonces, pase lo que pase, tienes que odiar y atacar al otro.
Eran buenos tiempo… ¿pero qué ha pasado de un tiempo a esta parte?
Sencillo: nos hemos vuelto todos gilipollas.
Sí: todos.
No sólo aquellos que anteponen el color de la piel o su bandera o su ideología a su trabajo o lo que aporta al mundo; no solamente quienes basan su día a día en buscar el mejor modo de meterle un buen zasca por el culo al “enemigo” que te han dicho tus líderes que debes odiar; no son únicamente gilipollas quienes creen que silenciar a los demás significa ganar la partida: todos nos hemos vuelto gilipollas. Todos.
Porque nos hemos dejado arrastrar por las mismas majaradas identitarias que hace años quedaron demostradas como dañinas para el buen funcionamiento de las sociedades, la economía y la convivencia, y entonces aunque solo sea por poner en su sitio a los que utilizan la mentira como bandera para “vencer”, entramos en un juego que da vueltas y más vueltas como si fuéramos hamsters dentro de nuestras ruedas. Y seguimos, y seguimos y seguimos.
No tiene freno porque ellos, los gilipollas originales que necesitan la crispación como motivo para entender su existencia como útil, se conforman con poquísimo, lo mínimo que pueda valerles para darle una nueva patada a su cubo de basura en llamas y arrasar con todo lo que se les ponga delante.
Y esta vez le ha tocado a las Olimpiadas
¿No os parece extraño que en lugar de oír quién gana qué metan en cuál modalidad sólo nos bombardeen con razas, con depresiones, con iras, con salseo cogido con pinzas y, tras todo eso, nos topemos con toda una manada de políticos inútiles que se dedican a mover la sarten cada poco rato para, ya sabes, “darle vidilla al asunto”?
Porque es lo que está pasando, amigos, que como completos gilipollas nos estamos dejando arrastrar en debates de mierda escritos por mancos, por discusiones de mierda inventadas por vividores que pagan sus lujos con nuestros impuestos y, sin disimulo, nos escupen en la cara que el esfuerzo y la disciplina es poco menos que un cáncer para la felicidad emocional; todo mientras ellos viven como Dios de espaldas a lo que nos recomiendan hacer por nuestro bien.
Estas Olimpiadas, si tienen que servir para algo, es para recapacitar sobre el futuro que queremos y que, si no hacemos nada, nos depara el destino: uno lleno de niebla que nos impide ser libres a base de mentiras, odios, medallas de plastilina y tergiversaciones planeadas por niños de parvulitos; o en el que volvamos a poder vivir en paz sin que la política sea el centro de todo.
Porque no os engañéis: este modo de vivir enfrentados solo les sirve de algo a ellos.
Única y exclusivamente a ellos…