En medio de todo este caos gestado por una pandemia que muchos no han querido, o no les han dejado, gestionar correctamente con el único fin de transformarnos en sus esclavos, ha surgido de nuevo, y con fuerza, una cepa que siempre me ha parecido inexplicable y que, en los tiempos que corren, se ha convertido en algo demasiado común como para no tenerlo un mínimo en cuenta: los parásitos orgullosos de serlo cuya única meta en la vida es no hacer absolutamente nada.
Por supuesto no me estoy refiriendo a esas personas que tienen un par de días de fiesta y optan por convertirse en amebas bajo el sol o delante de películas de mierda espachurrados en el sofá; no hablo de esas vacaciones del mundo que llenan la barra de energía.
Me estoy refiriendo a los que odian esforzarse para lograr lo que sea, y que como finalidad última tienen el no madrugar jamás al tiempo que el sólo hecho de atarse los cordones de los zapatos ya les supone un esfuerzo sobrehumano y sin justificación alguna.
Al tema…
Como ejemplo pondré una noticia que leí, donde la dueña de un bar prefería, a pesar de poder abrir y trabajar pues estaba ubicada en Madrid, cerrar su negocio y vivir de las ayudas del estado.
Es cierto que no sé los detalles de esta elección ni su situación personal, pero está claro que si te dejan trabajar pero optas sospechosamente (pues la verdadera noticia era que había colgado un cartel donde anunciaba “No abro porque no confío en Ayuso”, o algo así) por no hacerlo, es que algo en tu capacidad de esfuerzo no funciona. Que alguna tara hay ahí.
Y es que madrugar, esforzarse y levantar un negocio, o simple y llanamente trabajar duro, es algo que mucha gente aparta de sus vidas como la lepra por una supuesta “verdad” repugnante y ofensiva que nuestra actual sociedad, guiada por borregos para borregos, nos escupe en la cara: trabajar es de gilipollas y todo lo que se pueda conseguir con el mínimo esfuerzo, sabe mejor.
La realidad…
Muchas personas se quejan de sus trabajos y sus jefes, de no poder hacer en todo momento lo que más les gusta, y es normal.
Lo que no está tan dentro de la normalidad es el hecho de que muchos estén convencidos de que la libertad consiste en no aportar nada a nadie y poco menos que volver a la época en la que nuestros papis nos daban la paga por el simple hecho de portarnos bien y mantenernos dentro de una reglas establecidas por el sistema.
A eso se le llama no madurar, y a sus amantes son garrapatas de los que sí crean y aportan y ayudan dentro de un mundo en el que no hay espacio para aquellos que creen que la vida es un frontón en lugar de un partido de tenis.
Lo más divertido, claro, viene cuando finalmente la pared se agrieta (que siempre lo hace) y las pelotas no llegan donde ellos esperaban, ¿y de quién será la culpa entonces?, pues, por supuesto, de los que no les apoyamos en ese onanismo egoísta y pegajoso sin más motivo que el convencimiento de que el mundo funciona así, que las pelotas siempre vuelven. Que, sin duda, están haciendo lo correcto.
Conclusiones…
Llevo tiempo confiando solamente en aquellas personas que saben que el trabajo es un modo de llegar a la meta y no un bache que esquivar en cuanto alguien te promete, o te anima, a salirte del camino para tomar otro desnivelado y construido por encima del sufrimiento y esfuerzo de terceros.
Porque las personas venimos de los monos, pero sólo nos acabamos de separar de nuestros antepasados aquellos que sabemos el uso increíblemente mágico que tiene el pulgar y la cantidad de cosas que podemos construir con su ayuda.
Así que, ¿tú qué eres?: ¿un mono cuya única utilidad es masturbarte contra una pared, o el primo hermano del que lanzó el palo al aire al comienzo de 2001, odisea en el espacio?