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Amor de hija

por Iván Albarracín

Siempre creyó que tenía las manos pequeñas. Hasta el instante en que vio las de su hija recién nacida. Éstas, diminutas y débiles, se agarraron como una lapa a su dedo y le demostraron que, en este mundo, todo es relativo. Al contemplar a la niña se vio como un torpe gigante que, con sus garras y dos metros de altura, podría aplastar a cualquiera sin querer. Y tuvo miedo de sí mismo.

El primer contacto del diminuto ser con el nuevo mundo se produjo a través del tacto. Toda relación humana tiene un inicio y aquel gesto, que la recién nacida no recordaría y el adulto nunca olvidaría, supuso el punto de partida. Su padre siempre estaba ahí, a su disposición, como la vez que tuvo fiebre y la llevó de urgencias al hospital. A la pequeña no le gustó esa fría sala poblada por extraños personajes vestidos de blanco y empezó a llorar. No sabía que ocurriría, pero, una vez más, el tacto áspero de esa piel conocida consiguió que se tranquilizara mientras se quedó dormida en su pecho.

El primer día de colegio fue especial y no pudo evitar lloriquear de nuevo porque detestaba acudir a ese lugar. Su papá la abrazó y notó como su cuerpo se recargaba de energía. Nada malo podría pasar si él estaba allí, a su lado. Todos necesitamos héroes y su padre lo era, aunque tuviera la apariencia de un villano.

Llegó la esperada obra de final de curso y el evento supuso una ilusión enorme porque haría el papel soñado por cualquiera, el de Alicia en el país de las maravillas. Era una gran oportunidad, pero al mismo tiempo le asaltaron un centenar de dudas. ¿Lo haría bien? ¿Estaría a la altura? Su progenitor se agachó, acarició el rostro inundado por las lágrimas de la niña y se limitó a sonreír sin decir nada. En algunas ocasiones, las palabras no son más que impedimentos para el éxito y los gestos, simples en su sinceridad, pueden obrar el milagro. La cogió de la mano y fueron juntos al teatro. Los miedos se marcharon, aterrorizados, y la obra salió tan redonda que nunca podría olvidar aquel instante mágico.

Al empezar el instituto, rechazó el ofrecimiento de su progenitor de cogerla de la mano como había hecho en tantas ocasiones en el pasado. No quería que sus amigas se rieran de la situación y su padre, que sabía leer entre líneas, acató sus deseos sin poner ni un solo reproche. Se despidió con un simple gesto, marchándose a la oficina. Su hija ya no requería su presencia ni consultaba las terribles dudas que acorralan a una adolescente. Él la miraba antes de irse a trabajar y se limitaba a sonreír, guardando la tristeza en su interior. Sabía que era algo normal, propio de la edad, se decía a sí mismo. A veces, las personas más cercanas son las más inaccesibles.

Dicen los sabios que todo regresa y que el mundo no es más que un eterno retorno sin principio ni final. Por fin llegó el momento más especial de la niña, ahora ya mujer: el día de su boda. Él se sentía tan feliz como un monarca al recuperar su reino perdido. Volvió a cogerla de la mano y caminaron hasta encontrarse con su futuro marido. Durante los minutos en que la condujo al altar recuperó toda la juventud perdida.

Durante los años siguientes apareció cada vez menos por el hogar de su padre. Tras un largo período de soledad, fue él quien necesitaba a su pequeña. Su movilidad se había reducido drásticamente y no podía desplazarse con facilidad. Rara vez se dejaba ver por su casa porque siempre estaba muy ocupada. Unas veces era el trabajo, otras los niños o los eventos sociales…Siempre surgía un imprevisto hasta que una buena mañana se presentó allí sin avisar. Algo le había comentado de un nuevo hogar, pero se le olvidó porque la memoria no funcionaba muy bien. Ella le cogió la mano como en los viejos tiempos y salieron a la calle. En dos segundos, pasó de la tristeza más absoluta a la felicidad más radiante. Al notar el tacto de la piel de su niña, sintió que el corazón latía de nuevo y rejuvenecía cuarenta años de golpe. Dieron un largo paseo en silencio hasta llegar a una residencia de ancianos que se caía a pedazos. Su hija no paraba de mirar el reloj, impaciente, como si aquel trayecto no fuera más que un impedimento para algún evento más importante. Daba la sensación que, para ella, aquel anciano que había sido joven hacía mucho tiempo no era más que un elemento secundario en su vida, una ligera molestia.

Ella se marchó y él permaneció inmóvil, viendo como su niña se alejaba sin girarse ni una sola vez. El estómago se encogió, negándose a comer hasta que regresara. Allí, sin la luz de su vida, ya nada importaba y menos aún la conversación con otros moribundos oxidados. Decidió cerrar los ojos para recordar los finos dedos de su pequeña al nacer mientras acariciaba su propia palma de la mano. Sabía que volvería a verla tarde o temprano porque no hay nada como el amor de una hija.