Javier Cutanda

‘Memorias de un caracol’: prepárate para llorar, porque no hay manera de escapar

Adam Elliot lo ha vuelto a hacer: Memorias de un caracol te agarra por las tripas, te machaca el corazón y lo deja latiendo más fuerte que nunca. No es cine, es terapia.

Una niña rota, unos caracoles y una anciana que te devuelve la fe en la vida

Australia, años 70. Grace Pudel no era solo una niña rara. Era la niña rara. Esa que en el cole nadie elige para el equipo, que prefiere coleccionar caracoles de porcelana antes que jugar con Barbies, y que se pierde entre novelas románticas porque la realidad es demasiado asquerosa como para vivirla. A ver, no la culpo. Si tu padre palma cuando apenas sabes multiplicar y encima te arrancan de tu hermano mellizo, normal que acabes en el club de los inadaptados.

Grace vive encerrada en su propia espiral de ansiedad, angustia y soledad. Es un callejón sin salida. Hasta que aparece Pinky, una vieja loca (en el mejor sentido) que no tiene ni una pizca de filtro, pero sí toneladas de amor por la vida. Entre ellas surge una amistad que parece tan improbable como necesaria. Pinky le enseña a Grace que no hay nada malo en ser un bicho raro, y que, a veces, lo que más te duele es justo lo que te salva.

El cine de Adam Elliot no te pregunta, te destroza

Hay algo en Adam Elliot que lo separa del resto. Este tío no dirige películas. Las esculpe. Literalmente. Su cine no es bonito, es visceral. Con Memorias de un caracol, no solo ha conseguido contar una historia desgarradora: la ha moldeado, fotograma a fotograma, como si cada escena fuera una pequeña herida que no cicatriza.

No hay CGI. No hay efectos baratos. Hay arcilla, hay pintura, hay arte puro. Cada caracol, cada lágrima de Grace, es tan real que duele. Y ese dolor es el que hace que esta película sea tan jodidamente inolvidable. Porque mientras la ves, no puedes evitar pensar que esto no es ficción: es la vida. La tuya, la de Grace, la de cualquiera que haya sentido que no encaja.

Elliot no tiene miedo de meterse en la mierda de la condición humana. De hablar de ansiedad, de duelo, de lo que significa sentirse completamente solo en un mundo que no para de girar. Pero también te muestra que hay belleza en medio de todo ese caos. Y eso, amigo mío, es lo que diferencia a los buenos directores de los genios.

Sí, lloré. Y si no lloras, tienes un problema

Voy a ser claro: si no lloras con esta película, tienes el corazón de piedra. O algo peor, porque Memorias de un caracol no es solo una historia emotiva. Es un puñetazo en la cara con guante de terciopelo. Desde el primer minuto, te agarra por las entrañas y te deja sin aire. No hay escapatoria.

Grace y Pinky te recuerdan algo que parece obvio, pero que siempre olvidamos: la vida puede ser una mierda, pero no tienes que enfrentarte a ella solo. Porque siempre habrá alguien que llegue para rescatarte de ti mismo, aunque sea con un caracol decorativo en la mano y un puñado de frases absurdas.

Y, ojo, no es un drama barato de esos que buscan hacerte llorar por llorar. Aquí no hay trampa ni cartón. Cada lágrima que derramas es real, porque el dolor que Elliot plasma en pantalla es auténtico. Pero lo mejor es que también hay esperanza. Una esperanza que, cuando los créditos empiezan a rodar, sientes como un abrazo que necesitabas desde hace tiempo.

Esto no es una película, es una experiencia

Memorias de un caracol no es para todos. Es para los valientes. Para los que no tienen miedo de mirar dentro de sí mismos y enfrentarse a sus propias sombras. Si eres de los que prefiere salir del cine sin pensar demasiado, sigue con tus blockbusters vacíos. Pero si quieres algo que te cambie, que te revuelva y que te haga sentir más vivo que nunca, esta película es tuya.

Cuando salí del cine, estaba hecho polvo. Con los ojos hinchados y el alma desnuda. Pero también salí con algo que no esperaba: una extraña sensación de alivio. Como si hubiera dejado una parte de mí en esa sala.

Adam Elliot ha creado una obra maestra. Una que no solo ves, sino que vives. Y te aseguro que, si la dejas entrar, no volverás a ser el mismo. ¿Listo para enfrentarte a la vida con más fuerza? Dale al play. Pero eso sí: lleva pañuelos. Y prepara el corazón. Te va a hacer falta.