Javier Cutanda

‘Los Pecadores’, Ryan Coogler nos da hostias con ritmo y nos pide que le demos las gracias

El Ku Klux Klan convertido en vampiros, un club de blues como refugio espiritual, y Michael B. Jordan enfrentándose a sus demonios… y a sí mismo. Bienvenidos al musical sureño que te arranca la piel con una sonrisa y te canta al oído mientras sangras.

Bienvenidos a la misa sangrienta: pasen, tomen asiento… y preparen el cuello

No todos los días te encuentras una película que te abra la cabeza como una sandía y después te la rellene de blues, sudor, ron añejo y traumas generacionales. Los Pecadores no es cine para todos los públicos, ni para todos los estómagos. Es de esas películas que no te preguntan si estás preparado, simplemente te agarran del cuello como un predicador enloquecido y te empiezan a hablar de Dios, de música, de sangre, y del sur profundo como si el mismísimo diablo estuviera escribiendo el guion con una guitarra rota. Ryan Coogler no dirige, evangeliza. Con látigo, con ritmo, y con ganas de ver quién se atreve a salir del templo antes de tiempo. Spoiler: no puedes.

La sinopsis, esa excusa para colarte una fábula sureña con colmillos

Mississippi, años 30. Lo peor del ser humano se cuece lento, como los guisos con odio. En ese caldo, Smoke y Stack —dos hermanos gemelos interpretados por un Michael B. Jordan que parece haber pactado con el diablo para clonarse— huyen del barro de Chicago buscando algo que se parezca a una segunda oportunidad. Lo que encuentran no es redención, ni paz, ni reinserción. Lo que encuentran es un pueblo donde los de siempre han encontrado una nueva forma de seguir chupando la sangre de los que siempre la han perdido. Solo que esta vez, literalmente. El Klan ya no solo quema cruces: ahora muerde cuellos. Unos vampiros de túnica blanca y corazón podrido han tomado el control. Y los hermanos, en lugar de salir corriendo, deciden montar un club. Sí, un club de blues, como quien se monta un refugio en medio del Apocalipsis. Porque si te vas a morir, al menos que suene algo decente de fondo.

Coogler no rueda, predica. Y tú vas a misa

Si esperabas algo sutil, vete quitándote la boina. Aquí no hay simbolismo delicado ni metáforas con puntilla. Coogler coge el racismo, le pone dientes, y lo lanza contra la pantalla con la elegancia de un tren descarrilando. Es cine de puñetazo. De esos que no solo te golpean, sino que después te miran con cara de “¿ves por qué te lo merecías?”. Lo que hace este tipo con los géneros no es mezcla, es alquimia con gasolina. Western, musical, terror, drama, gótico sureño, fábula bíblica y denuncia social. ¿Y lo mejor? Que funciona. Porque debajo de todo ese barro hay una precisión quirúrgica: cada plano, cada nota, cada silencio, todo está al servicio de una historia que tiene más capas que una cebolla endemoniada. Y duele igual.

Michael B. Jordan se desdobla como si llevara haciéndolo toda la vida

Lo de este hombre es de otro planeta. Si te parece fácil hacer de dos hermanos que han vivido el mismo infierno pero han salido con cicatrices diferentes, te invito a intentarlo en tu casa con dos camisetas distintas. Spoiler: no te va a salir. Jordan le mete alma a Smoke y le arranca las tripas a Stack. Hay momentos en los que se mira a sí mismo con más intensidad que tú a tus demonios a las cuatro de la mañana. Y no lo hace con frases de Oscar ni monólogos de manual. Lo hace con mirada. Con un silencio que grita más que medio reparto de Marvel. Aquí no actúa, exorciza. Y tú, como espectador, solo puedes rezar para que no te arrastre con él.

El blues como arma. Y menuda masacre

Si hay una constante en esta película es la música. Pero no como adorno, no como “ay qué bonito suena esto de fondo”. No. Aquí la música te coge por la pechera, te zarandea y te lanza contra una pared emocional. Hay escenas donde la guitarra habla más claro que cualquier humano. El blues no acompaña, dirige la escena. Y cuando suena, todo lo demás se calla. Porque sabe que está en presencia de algo sagrado. ¿Qué hay momentos en los que no oyes bien qué dicen? Pues claro, porque no viniste a escuchar frases, viniste a escuchar verdades. Y las verdades aquí duelen. Y se cantan.

Vampiros, sí. Pero de los que dan miedo de verdad

¿Y los vampiros? De lujo. Porque no son guapos ni románticos. No están aquí para susurrarte al oído en un castillo gótico. No. Están aquí para hacer lo que mejor saben hacer: destruir desde dentro. Representan el racismo, sí, pero también la impunidad, el poder enquistado, el mal que se disfraza de tradición. Son siniestros, asquerosos y peligrosamente reales. Porque aunque chupen sangre, sabes que lo que realmente se están llevando es el alma de una comunidad. Y eso jode más que una mordedura.

Los defectos que no importan porque ya estás vendido

¿Tiene fallos? Por supuesto. La peli quiere contar tanto que a veces parece que estás viendo tres películas a la vez. Tiene tres finales, como si Coogler no pudiera decidir si quiere dejarte con esperanza, con tristeza o con ganas de quemar el cine. Y el villano, a pesar de todo, se queda a medio gas. Pero es que da igual. Porque cuando una película te revienta el pecho y te deja el cerebro vibrando, lo último que vas a hacer es quejarte porque no te explicaron bien qué hacía un personaje en la escena 27. Aquí el viaje es tan brutal que los baches ni los notas.

Veredicto final: si no la entiendes, quizá no es para ti. Y está bien

Los Pecadores no viene a gustarte. Viene a romperte un poco. Y en ese destrozo, si te dejas, encuentras algo que se parece a la verdad. No es una peli que recomendarías en una cena elegante, pero es justo la que deberías ver cuando te preguntas si el cine aún puede sorprenderte. Coogler ha hecho magia negra con celuloide. Y aunque no salgas ileso, saldrás distinto.

Y eso, por mucho que duela, es lo mejor que puede hacer una película.

 Kill Film Vol. 33 

– Autopsias emocionales con banda sonora