‘Spencer’, luz de gas para ametrallar la autoestima de Diana

Demasiada Diana para tan poca Kristen, dirán las generaciones talluditas. Los fans de la Saga Crepúsculo la verán fantástica embutida en trajes cruzados y hombreras ochenteras. Raro sería no ver un Oscar de vestuario.

Spencer se titula así porque Pablo Larraín quiere retratar a la persona, que no al personaje, de la última Princesa de Gales. No olvidemos que, desde su fallecimiento, la plaza sigue vacante mientras la codiciosa Kate Middleton se roe las uñas hasta la carne esperando alzarse con el título cual trofeo.

Sería injusto decir que no lo intenta, Kristen Stewart cuelga la cabeza a un lado como hacía la Princesa de Gales, cuando las audiencias televisivas creían que era un gesto de timidez. Aquello era una depresión galopante, un trastorno de ansiedad y de disociación como sólo puede encarnar, a día de hoy, la princesa de Mónaco, Charlene Wittstock.

Digamos que Diana no fue malquerida, sino tan sólo tolerada y soportada por su familia política, a la espera de que cayera por sí misma. Nadie le enseñó a sobrellevar unos cuernos que existían antes de su matrimonio —astas consortes que llegarán al trono un día de estos, cuando la espiche doña Elizabeth— ni le dijo qué podía hacer si no tenía nada que hacer.

Perfección

Gran parte del peso de este filme está en el edificio. La mansión convertida en prisión domiciliaria, tan cercana a la casa de su infancia, y tan lejana a la vez de la misma.

El anhelo de regresar a la casa de su niñez es el único deseo que la mantiene en pie. Todo es “divertido”, repite ella arrendando la broma del mayordomo principal. Muy divertido no debe ser que tu pariento te regale el mismo collar de perlas que a su amante, y que ésta asista al servicio religioso de la familia, sin que tu suegra ni los demás pestañeen.

Todo debe ser perfecto, a los ojos de los paparazzi.

Al final, Diana, el único que te quiere es el pueblo, porque tu familia de acogida no puede ni verte. El funcionamiento de la institución monárquica es lo único que importa: de ella viven los royals, el servicio doméstico, los mozos de cacería, las camareras de cámara, los sirvientes de los banquetes, … si es que el comunismo no encontraría trabajos para todos esos empleados terciarios, por eso en China está de moda tener un butler británico, para adquirir buenas maneras y emplear a todos esos profesionales que salpican de hooligans nuestras playas.

El mensaje de Ana Bolena

Un poco incomprensible quedan, a este lado del Cantábrico, las referencias a Ana Bolena. Para cualquier británico, Ana Bolena era la auténtica y bonísima esposa de Enrique VIII que debería haber sido reina.

En los institutos de secundaria se vilipendia a Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos y primera esposa del monarca apóstata y asesino en serie de cinco esposas. Esa identificación entre Ana Bolena y Diana como mártir, bajo un retrato inmenso de Enrique VIII en el comedor de la mansión Sandringham en Norfolk, está metida con calzador, históricamente hablando. Nada tiene que ver una wannabe como Bolena con Diana Spencer, que abandonó el camino al trono y decidió vivir su vida.

El tiempo no se mueve

El universo de una mujer llamada a convertirse en consorte del rey más importante del mundo, era en realidad una persona normal atrapada en el presente, el pasado y el futuro. Sus mejores momentos de complicidad quedan patentes en las conversaciones con sus hijos. Sus trastornos de bulimia nerviosa, expresión real de que se le atragantaba ese mundo, eran la otra cara de la moneda.

Queda floja la representación de un guion tan bien armado, con tantos silencios de la familia política, tantas miradas que oyen, porque la privacidad en un palacio es difusa.

Posiblemente la gente salga de la sala pensando que tampoco era para tanto lo del sufrimiento de esta mujer, que el cuñadismo navideño hay que sobrellevarlo. Bueno, es sobrevivir al clan entero. Yo lo he hecho, tras llegar a un punto de no retorno. Situación peligrosa, porque todo lo que dices u opinas se desdobla en otro discurso para descontextualizar las palabras, y hacerte parecer la culpable de tu luz de gas. En conclusión: que la única persona cuerda eres tú, y por ende eres la pieza discordante en el desquiciamiento colectivo de los otros.

Representar una dinastía es morirse en vida

Esos falsos royals (mucho Windsor, pero son casa holandesa de Orange) de la película, tan poco empáticos hasta con ellos mismos, son súper profesionales.

El halo de Diana robándoles protagonismo les hizo enmudecer, y lejos de aprovechar el tirón, la dejaron tirada. La diferencia es que ellos acostumbran a presentar su vida familiar como vida pública, mientras que una Diana normal no puede disociar su rol familiar y sus apariciones en público. No puedes representar quien no eres.

Por eso la reina Sofía es una gran profesional, en palabras de su marido. Salvo el patinazo de la catedral de Palma hace tres años por la estupidez de la nuera de la gleba, doña Sofía nunca ha ofrecido una imagen familiar que no fuera estrictamente perfecta. Por eso Letizia cae mal, porque le revienta posar como “esposa de”, ha sacrificado una meteórica carrera profesional y firmado con el Diablo para pasar a la historia como útero albergador de la siguiente generación borbónica. Y eso no le llena, ella da para más. La emperatriz japonesa Masako, esposa de Naruhito, es otra confirmación de que ser royal no es para gente feliz.

Sobre el apellido ajeno

Ser Spencer significó para Diana dejar atrás ser consorte Windsor. Irónicamente, el príncipe Tampax oficialmente es su viudo. Manda bemoles, después de haberle destrozado la vida a la madre de sus hijos. Por eso es tan importante, al contraer los votos matrimoniales, no olvidarse ni dejar atrás lo que una fue, es y será. Los tipos siguen quedando en el bar para ver el partido. Ellas adaptan sus horarios a los del marido y los hijos, olvidándose de su propia esencia como personas.

Sólo me han llamado un par de veces por el apellido de mi marido, y poco faltó para que agarrara un rifle AK-47 y firmara una masacre de autor. Seguramente, en los titulares de esa hipotética noticia habría salido mi verdadero apellido. Sin el detalle machista de “la señora propiedad de xyz”, nos habríamos ahorrado la fregona y los azulejos ensangrentados. Avisaré si me entro en epifanía.