Reflexiones desde mi espejo

Blog de Opinión

Manuel Gris

El noble arte de cerrar un libro

Hoy vengo a hacer una confesión: nunca he leído a Umbral.

(Silencio para que me lancéis algo, lo que sea, aquellos que creáis que lo merezco.)

Bien, he sobrevivido… así que puedo continuar diciendo que eso no quita que me parezca una de las mentes más geniales y libres que haya existido en este país de pandereta, y no tengo esta opinión por sus artículos o entrevistas (bueno, en parte sí), sino por una cosa que leí sobre él y que, desde entonces, me he tomado como una regla de oro a la hora de afrontar la literatura y el inmenso placer que significa para mí leer.

La historia, muy breve pero llena de enseñanzas, es que un día el aclamado escritor explicó que tenía una costumbre que podía ser fea para alguna gente pero para él, simplemente, conllevaba sobrevivir en el día a día de un escritor: cualquier libro que empezase a leer y no le gustase, acababa hundido en su piscina, donde los lanzaba sin contemplación ni culpa alguna.

Fin de la historia.

Desde el día que lo leí busqué tras este acto de completa anarquía y desprecio por los demás las capas que lo formaban, el motivo por el que alguien opta no solo por dejar un libro a medias, por despreciar una historia, sino por lanzarlo a una piscina y olvidarse de él para siempre sin tener en cuenta el esfuerzo y el dinero invertido en él por editoriales, publicistas, maquetadores o grafistas. Y llegué a esta idea: el mundo está tan lleno de libros, de historias, de autores, que perder un minuto, un segundo, un suspiro, en algo que te ha defraudado a primeras, o que simplemente te parece escrito o explicado con un estilo que no te va a aportar nada, es malgastar tu vida y, al mismo tiempo, tu tiempo de placer zambulléndote en el arte de otra persona.

Así que a la mierda con él

Sé que muchos amigos y amantes de las letras dejan libros a medias (y digo a medias por ser amable, porque algunos no pasan de las primeras diez páginas), pero todavía existen personas que me dicen: No veas lo que me costó llegar al final, ¡que coñazo!, o directamente: Me lo terminé ¡al fin! Que pedazo de mierda de libro. A estas personas, que de un modo demasiado sincero les diría que se planteasen su modo de entrar en la literatura, he llegado a un punto en que más que pensar que son unos masoquistas las primeras palabras que me vienen a la mente es Pobres Desgraciados, pero no como un insulto ni despreciándoles, sino desde una esquina donde les veo sufrir con un libro al que le dan más vida del que merece, a costa de un tiempo que nunca volverá y que se perdió entre páginas de basura que olvidarán, o en el peor de los casos no, en cuanto cierren el libro.

Pobres desgraciados… ¿por qué hacéis eso?

No es que me considere mejor que nadie, y cualquiera que me conozca sabrá que hacerlo sería un error de los gordos, pero me he pasado largas temporadas en que ninguno de los libros que empezaba acababan cerrándose por la última página.

¿No entiendo lo que leo?, ¿no me gusta leer?, ¿soy gilipollas?, ninguna de las tres preguntas tiene un como respuesta que haga justicia a la realidad, sino que mi problema fue que me dio por investigar, a buscar entre estanterías perdidas y a través de toneladas de polvo a nuevos autores, a experimentales historias, a nuevos modos de ver el mundo de las letras, y tuve la mala suerte de pegarme un hostión de los que hacen época, porque a estas alturas del juego el mundo literario se ha llenado de tantas formas de publicar y escribir, tantas voces y personajes, que al final cuesta mucho averiguar quién vale y quién no, quién debería dejarlo y no molestar más a los veinte amigos que tiene con algo que nadie más querría leer, y quién debería seguir luchando por algo que de verdad aporta algo a la gente o a la cultura.

Yo me atreví a darle una oportunidad a gente que sabía, muy bien además, escribir sinopsis y vender motos, pero que a la hora de ponerse a ello tenían la misma personalidad y profundidad que el espejo del probador de un Zara, o escribían con un ritmo y seguridad equiparables al de las carretillas de El Templo Perdido. Y así, joder, ¿cómo voy a seguir leyendo? ¿Para qué?

Para ser sincero debo reconocer que muchos de mis lectores han venido a mis presentaciones y, entre risas, me han dicho que dejaron algún libro mío a medias. ¿Por qué?, les preguntaba, y por suerte la mayoría de las respuestas eran: Es que era muy duro, y necesité parar para no deprimirme. Pero juro que lo acabaré, o simplemente Es que es muy gordo, y he querido darle una pausa. Estaba volviéndome loco con la historia y necesito algo más tranquilo. Porque nadie, NADIE, debería sentirse obligado de leer algo, sin importar que te haya gustado un libro anterior o que mucha gente te lo haya recomendado; si algo no quieres seguir leyéndolo, pues paras y ya está.

Nuestro tiempo leyendo, para bien o para mal, nunca va a regresar, y más vale que lo utilicemos en buenos libros que nos lleven al final del modo que merecemos, porque todo lo demás, todo lo que tratemos de tragar sabiendo que es amargo como el carbón, y que mancha igual, deberíamos haberlo gastado, por ejemplo, saliendo de la habitación donde solemos leer, levantándonos de la silla, y saliendo a tomar algo con los amigos, ligando con alguien que nos llene, o simplemente mirando un amanecer o a un perro jugando en el parque, porque a veces nos tomamos demasiado en serio la literatura, tanto que nos obligamos a estar día y noche con ella, sin descanso, lejos de las demás cosas, pocas, que valen la pena en el mundo. Y las perdemos, las olvidamos, mientras estamos leyendo basura que deberíamos haber cerrado y lanzado al rincón más lejano que podamos encontrar.

¿Os apetece una cerveza?