Javier Cutanda

‘Una batalla tras otra’, en general de bostezo

Una batalla tras otra: La revolución que bostezaba mientras tú esperabas que saliera otro plano del conejo

En un país que parece reescribirse cada diez minutos, dos bandos ideológicos enfrentados se ven arrastrados por una ola de violencia, deseo, traición y redención. Lo que comienza como una confrontación política escala hacia un relato íntimo donde el sexo, la represión y el amor —o su caricatura— juegan a disfrazarse de motor narrativo. Con un reparto estelar encabezado por Sean Penn y Leonardo DiCaprio, la cinta pretende colocarse como uno de los retratos definitivos del desencanto moderno. Y lo consigue. Pero no por lo que cree.

¿Una obra maestra? Solo si llevas las gafas empañadas de ego

En el entorno cultural actual, hay películas que se convierten en “buenas” no por lo que cuentan, ni por cómo lo cuentan, sino porque se ha decidido que son buenas. Entramos aquí en el clásico síndrome del emperador desnudo cinematográfico: si no te emocionas, si no comprendes la supuesta genialidad… el problema es tuyo. No has leído suficiente teoría crítica. No sabes de dirección de arte. No tienes sensibilidad para captar “el subtexto”.

Mentira. Lo que tienes es olfato para detectar que lo que estás viendo es una película hueca, pagada de sí misma, que confunde la densidad con la profundidad y el artificio con el estilo.

Una Batalla Tras Otra dura dos horas y media. Dos horas y media de una tensión impostada, de monólogos con olor a panfleto universitario, de planos diseñados para festivales y no para contar nada. Todo bañado con una música que grita «trascendencia» cuando en realidad lo que deberíamos oír es la risa floja del espectador que ha dejado de tomarse esto en serio.

Que claro, si estás hasta el recto de blockbusters ciclados, cine de terror previsible y comedias, que dan de todo menos risa, pues es normal. A la mínima película que va de indie (100 millones de presu) y con un par de caras conocidas, pues es normal que tu pervertido cinéfilo se ponga en modo revolución y diga, esto es cine que gran película.

Espabila que de tantos golpes en el pecho, te vas a romper el esternón.

Cine de consigna con presupuesto de blockbuster

La película intenta ser cine político, pero olvida una regla básica: para que haya conflicto, tiene que haber seres humanos. Aquí lo que hay son figuras. Arquetipos. Disfraces. No personajes.

El discurso es tan explícito, tan subrayado, tan autocelebrado, que termina convirtiéndose en un PowerPoint emocional que confunde la indignación con la inteligencia. Es cine de pancarta, pero sin calle. Sin barro. Sin verdad.

El guion, lejos de construir, sermonea. Los personajes no dialogan: dan conferencias. Y uno acaba preguntándose si no habría sido más honesto publicar directamente el manifiesto político y ahorrarse la pirotecnia narrativa.

Un ritmo que no es contemplativo, sino clínicamente plano

Muchos defensores de esta película apelan al tempo pausado, a la madurez formal, al “respirar el plano”. Lo que algunos llaman “respirar”, otros lo llamamos “morirse de aburrimiento”.

El ritmo no es lento porque lo exija la historia. Es lento porque no hay historia que sostenga nada más.

Durante largos minutos (quizá horas, según el espectador) no pasa absolutamente nada. Y cuando pasa, ya da igual. El músculo emocional está atrofiado. El cerebro, desconectado. Y el alma, mirando la hora.

Es que hubo un momento, donde no casaba el ritmo del plano con la intención de la música. Esta parecía un hilo musical con picos sonoros, sin ninguna habilidad para poder la filigrana mental en el espectador.

DiCaprio y Penn: los últimos supervivientes de un Titanic simbólico

Las interpretaciones podrían haber sido el salvavidas. Pero incluso ahí, Una Batalla Tras Otra se hunde. DiCaprio hace lo que puede. Penn sobrevive con el carisma de quien ya no necesita demostrar nada. Pero están solos. Lo que les rodea no es una película, sino una tesis doctoral con filtros de Instagram.

Y aún así, el reparto no es el problema. El problema es que nadie parece saber qué está haciendo allí. Las emociones son impostadas. Las reacciones, coreografiadas. Como si todos supieran que están rodando algo importante, pero nadie se atreviera a preguntar por qué lo es.

Y como no, cuando pesos pesados rompen y hacen algo “diferente” enseguida: oh si la estatuilla para él.

Si hemos visto a estos titanes de la interpretación, sabremos el talento y la capacidad que tienen y la verdad, aquí están jugando una pachanga.

Testosterona camuflada de sensibilidad

Y ahora hablemos de ti, espectador ensimismado. Sí, tú.

Ese que se excita con el plano fijo, con la iluminación entre tinieblas y con los diálogos con olor a biblioteca. Ese que intenta sentirte un alfa cinematográfico como Sean Penn, mientras proyectas en el personaje de turno tu propia paja mental con ínfulas de análisis político-sexual.

Porque seamos claros: parte del relato se sostiene en un pseudoerotismo no confesado, en una atracción fetichista hacia un personaje que no dice nada, no aporta nada, no evoluciona… pero que mira qué físico tiene.

Y ahí estás tú, deseando que vuelva a aparecer. No por lo que dirá. Sino por si la cámara te regala otro plano de su culo.

No estás viendo una revolución. Estás viendo tu propia libido proyectada en 4K. Es así, el giro de toda una revolución, se basa en el calentón de un racista y las palmas genitales de un revolución con ganas de poder. Un argumento estirado de Pornhub.

El clímax que nunca llega… porque nunca empezó

La película arranca prometiendo una gran batalla. Literal y metafórica. Una confrontación de valores, ideas, pasiones. Pero la batalla nunca llega. Y si llega, lo hace a destiempo, sin emoción, sin sangre.

Todo el mundo parece estar jugando a representar algo. La violencia es estética. El deseo, posado. La emoción, fingida. Como si el objetivo no fuera contar una historia, sino representar una actitud.

El cine se convierte en performance. Y tú, espectador, en rehén de una supuesta genialidad que nunca pidió permiso para entrar, pero exige que la aplaudas al salir.

El amor, la revolución y el THC

Y entonces, cuando ya estás cansado de intentar conectar con algo, la película te lanza su última bala: la reconciliación de los opuestos. El deseo que une lo que el discurso separa. Sí, sí. El sexo como ruptura ideológica. El amor como bomba contra el sistema. Todo muy 2025. Todo muy forzado.

Porque al final, lo que parecía una crítica social termina siendo un melodrama sexual con barniz de causa. Y lo que parecía una causa termina siendo una excusa para justificar que dos personajes radicalmente enfrentados terminen enrollándose mientras suena una canción indie con letra en francés.

Aunque vaya, eso es el punto de giro, no la conclusión. Bravo. “La revolución no será televisada”.

Ya. Pero el morbo por el genital contrario hará que se te olvide hasta lo que estaban discutiendo. Fachadas, apariencias e intenciones de cosas a priori muy revolucionarias, que acaban bebiendo birras y fumando porros.

Como esta película.

Final sin aplausos (ni ganas de repetir)

Una Batalla Tras Otra es un monumento a lo que el cine no debería ser: ruido de ideas, vacío de alma. Una gran producción con ínfulas de legado. Una declaración de principios con olor a catálogo de streaming.

Si te gustó, enhorabuena.

Pero si no te gustó, no te calles. No estás solo.

Hay vida más allá del hype. Y no pasa nada por bajarte del tren cuando ves que el destino es solo una pantalla de humo y ego.

Una Batalla Tras Otra es esa persona que grita revolución mientras actualiza su feed. Que se llena la boca de valores mientras suspira por un cuerpo. Que dice “lucha” mientras hace scroll.

Una revolución estética. Y nada más.