Javier Cutanda

The Brutalist: tres horas y media para amar u odiar el hormigón, tú decides

Una oda al tedio embellecida por Adrien Brody y el ego de Brady Corbet.

Una experiencia que, como el cemento fresco, tarda en cuajar y te deja atrapado.

Cuando el arte se vuelve un ladrillo

En un panorama donde las películas parecen competir por quién grita más alto, llega The Brutalist con una propuesta que, literalmente, te pisa el cuello durante tres horas y media. Brady Corbet, conocido por su afán de retorcer nuestras expectativas, firma una obra que divide como el propio hormigón: hay quien la ve como un monumento y quien cree que debería enterrarse en un descampado. ¿De qué lado estás tú? Sigue leyendo, pero ten cuidado, aquí no hay medias tintas.

Un arquitecto y su sueño en ruinas

László Tóth, interpretado por un Adrien Brody en estado de gracia, es un arquitecto húngaro que huye de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial para perseguir el ‘sueño americano’. A su llegada a Estados Unidos, el tipo se encuentra con un benefactor tan misterioso como retorcido (Joe Alwyn, en su papel más interesante hasta la fecha) que le ofrece construir su obra maestra. ¿El precio? Su alma, su tiempo, y las ganas del espectador de seguir sentado.

La trama promete explorar los sacrificios del arte, la inmigración, el legado… Pero, entre tanto plano eternamente sostenido y diálogos que pretenden ser profundos, uno no puede evitar preguntarse: ¿estamos viendo un homenaje al cine o una tortura meticulosamente planificada?

Lo que salva a este monstruo de hormigón

Si algo impide que The Brutalist se derrumbe bajo su propio peso, es Adrien Brody. Su interpretación de László Tóth es magnética, cargada de matices y lo suficientemente potente como para mantenernos despiertos durante los interminables minutos de contemplación artística.

Y sí, Brady Corbet sabe rodar. La fotografía es un espectáculo: cada plano podría estar colgado en un museo de arte moderno. El diseño de producción recrea a la perfección la América de mediados de siglo, mezclando opulencia con decadencia. Pero aquí viene el problema: cuando lo bonito eclipsa lo narrativo, el cine deja de ser cine y se convierte en una galería de arte pretenciosa.

Donde el cemento empieza a agrietarse

Ahora, hablemos claro: esta película se ama o se odia, y el odio viene servido en bandeja de plata. Primero, la duración. Tres horas y media que parecen cinco si no conectas con el tono. Si quieres un ejemplo de cómo no editar una película, aquí lo tienes.

Además, por cada gran momento de tensión o diálogo brillante, hay tres escenas que podrían haberse eliminado sin que nadie las extrañe. Y no hablemos de los personajes secundarios: están ahí, cumplen su función, pero ninguno tiene el peso necesario para equilibrar la monumental presencia de Brody. Es como si Corbet solo tuviera ojos para su protagonista y el resto del reparto fuera de cartón piedra.

Una lección de ambición… ¿o de ego?

Brady Corbet, en su intento de dejar una huella imborrable, se pierde en su propia visión. No se puede negar su talento ni su valentía para abordar temas tan densos, pero a veces parece más interesado en demostrar cuánto sabe de cine que en contar una historia que realmente conecte. The Brutalist tiene momentos brillantes, sí, pero están enterrados bajo capas de ego y cemento narrativo.

¿Merece tu tiempo?

Aquí viene la pregunta del millón: ¿vale la pena sacrificar tres horas y media de tu vida por esta experiencia? Depende. Si eres de los que disfrutan del cine lento, pesado y visualmente ambicioso, prepárate para un banquete. Pero si buscas emoción, ritmo o personajes con alma, The Brutalist no es para ti.

Corbet ha construido un monumento al cine de autor, pero como cualquier monumento, no es para todos. Algunos lo admirarán desde lejos, otros querrán derribarlo. Y tú, ¿en qué lado estás?

Mi consejo: ve con paciencia y un buen café. O, mejor aún, espera al resumen en YouTube.