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Nieve en mi ciudad

por Manuel Gris

Cuando uno vive en una ciudad donde, por regla general, no nieva, lo primero que piensa uno al ver que tiene la terraza con al menos 80 centímetros de nieve es, lógicamente, en que hay que comportarse con una cierta compostura. Nada de saltar y hacer el ángel o empezar a hacer un muñeco de nieve con la forma de Donald Trump (por eso de que si queda deforme nadie lo va a notar), y, sobre todo, ni por asomo tratar de expulsar a la familia esquimal que, en una sola noche, ha construido un iglú encima de la mesa donde normalmente desayunas en verano. Así que te quedas mirándoles mientras comen pescado que supones que han cazado en el bebedero de tu perro, y les saludas con simpatía al tiempo que planeas la mejor forma de acabar con ellos o el alquiler que vas a cobrarles.

La mente de un empresario nunca descansa.

Termino mi café y me asomo para decirles que te parece bien que se hayan alojado en tu propiedad sin permiso, pero que por favor quiten de encima de tu hamaca las pieles de bisonte que han colgado para que la sangre quede del todo expulsada del fuerte pelo. Me responden algo en una lengua que no entiendo, que es parecido a lo que les habrá pasado a ellos conmigo, y les digo que me parece bien, pero que si al volver no tienen 300 euros para el alquiler de mi mesa yo mismo secuestraré a su hija (que está de muy buen ver) y me casaré con ella. Todos asentimos y sonreíamos con más odio que amistad, y les digo adiós.

Cierro la puerta, echo la llave, el cerrojo, y rayo en mi puerta con dicha llave el mensaje Propiedad privada, para avisar a los posibles familiares de la familia esquimal que pueden llegar de visita.

Salgo a la calle en traje, solo en traje, porque uno no sabe qué hacer en estos casos pero eso no quiere decir que tenga que perder la elegancia, y doy un primer paso con mis zapatos de piel de cocodrilo, con la esperanza de que como este tipo de animales, he leído, no pasan frío por el grosor de su piel, pase lo mismo con mis pies.

─¡Cuidado, gilipollas!

Doy un salto de nuevo hacia mi portal y esquivo, por muy poco, algo grande y oscuro perseguido por cinco chavales de apenas 20 años armados con lanzas y ballestas. Uno de ellos se para a mi lado y me dice que debo vigilar, que hay mamuts por la zona.

─¿De dónde han salido? ─le pregunto mirando al animales que sus amigos han dado caza y que, quizá sea por el sueño o por la nieve que le cubre, tiene más pinta de un sesentón con obesidad mórbida que de animal extinto y con colmillos.

─Nadie lo sabe. Es uno de esos enigmas que nadie podrá descifrar jamás, como el nombre de la que ganó Eurovisión en 1974.

─ABBA, con Waterloo.

─¿Quién? ─ignoro la incultura musical de una generación perdida y le digo que sus amigos están destripando a su presa, que será mejor que no se lo pierda.

─Tranquilo, ¿ves aquel de allí? ─señala a dos manzanas atrás, donde un bulto vestido de amarillo y que brilla por una mezcla muy equilibrada de sangre y nieve. ─, aquel lo maté yo. No sé qué estaba diciendo, pero le he dado en toda la cabeza y después le he rajado el cuello. Me lo voy a llevar a casa para poner su cabeza encima de mi cama; ¡nunca había visto un Yeti!

Decido al instante no decirle que los yetis no existen, como la sinceridad y el queso sin lactosa con sabor a… con sabor, y le felicito por su presa, y le doy un consejo que una vez me dio mi padre en el funeral de mi madre.

─Nunca rellenes un cadáver con serrín, porque acabará apestando todo a lavabo de discoteca de los años noventa.

─¿Años noventa?

Le deseo suerte con su inútil vida y miro el reloj. Son cerca de las 8 de la mañana, y aún me queda 1 hora para llegar al trabajo, eso si el autobús hoy está en circulación y el edificio donde trabajo no se ha hundido por el peso de la nieve en su tejado.

Resbalo cerca de 20 veces antes siquiera de recorrer 20 centímetros, y en una de mis caídas me encuentro con que una cara me mira a través de la reja de la alcantarilla. Me guiña un ojo y yo, que he visto la película It las suficientes veces como para saber que cualquiera que te saluda desde el subsuelo no puede tener muy buenas intenciones, le enseño mi dedo corazón y le escupo en la cara, con tan buena suerte que mi lapo se congela por el camino y, al llegar a su frente, tiene el mismo efecto que una bala y su cráneo explota como una sandía rellena de un altavoz donde suena a todo meter una canción de Camela (de las primeras).

Ya llego tarde, tanto que estoy seguro que seré el primero en llegar (sobre todo porque trabajo solo en la oficina), pero la profesionalidad es algo importante cuando te dedicas a llamar 5 veces seguidas al mismo teléfono tratando de venderle al desgraciado del otro lado de la línea un contrato de permanencia en una agencia telefónica que no existe y que es peor que el que ya tiene. A veces, tras hacerles llorar, me encanta masturbarme mientras miro las fotos que voy haciendo por la calle de las papeleras esas cuadradas que hay en los pipicans de mi ciudad. Cada uno tiene sus fetiches.

Cuando consigo dominar la verticalidad de mi cuerpo y domar el hielo bajo mis pies, consigo llegar a una esquina y me agarro a una tubería para tratar que la ventisca que llega desde el oeste no se me lleve. Veo dentro de ella a una vieja con su tacataca, un par de vacas y un jaguar tratando de cazarlas; y lo que parecen dos transatlánticos cada uno de ellos con un chaval guapo y pobre con su amigo feo y pobre gritando ¡Somos los reyes del mundo! Mientras una pechugona ricachona pide auxilio agarrada a una barandilla lateral. Al pasar por encima de mi puedo verle lar bragas, que no lleva, lo que me produce arcadas porque en realidad es su vello púbico al estilo afro.

─¿Qué tal va por ahí afuera? ─me pregunta un calvo con gafas de culo de botella y más gordo que el mamut al que cazaban los chavales de antes.

─Pues de momento bien, en las noticias han dicho que solo han muerto cerca de 200 niños al explotar un colegio, que se ha derrumbado un asilo y un circo, que los pingüinos del zoo han invadido las otras jaulas y ahora son los dueños y señores del lugar y que ayer Cristiano Ronaldo se torció un tobillo.

─Pues habrá que seguir dentro del bar… ─me responde sin el más mínimo respeto por el inmenso futbolista.

─¿Les importa si les acompaño?, me da que será imposible que llegue hoy al trabajo.

─¿Está muy lejos?

─No, trabajo en casa.

─Pues pase, hombre. Aquí aún queda algo de cerveza y el dueño ya ha sacrificado a tres de sus hijos para que no nos quedemos sin tapeo.

─¿Tres hijos?, vaya. Ya no quedan camareros como este, profesionales y con los intereses claros.

─Sí que es bueno este Chao. Además aún le quedan otros 9 hijos, así que tenemos comida para rato.

Solté mi tubería segundos antes de que una ballena blanca callera a pocos milímetros de ella y entré en aquel caluroso hogar, donde los paisanos devoraban el vientre de una niña de apenas 3 años mientras alternaban bocados con sorbitos de vino peleón.

Eso que dicen que la gente de ciudad no sabe vivir cuando nieva es mentira, lo único que pasa es que nos comportamos de un modo algo más… ¿diferente?