Se iba a comer el mundo, se comió una mierda, y supo reírse de ello.
El Niño de la Tele, y su historia
La vida es algo que pasa por delante de nosotros mientras, despistados, estamos mirando las musarañas o sacándole brillo a alguna pollada que creemos que es importante para nosotros. Sé que es una versión muy poco elegante de la cita original, pero creo que esta reestructuración de palabras es más real con respecto al mundo en el que vivimos y, sobre todo y porque para eso estáis leyendo esto, hablar de la vida de Rubén Ramírez y como, entre el humor y el drama, el dulce y el amargo, las miradas directas a los ojos que nos regala desde la pantalla y el escenario, nos la explica sin tartamudear en el espectáculo que presenta en el Teatro Aquitania de Barcelona.
Hablar de Rubén Ramírez es hablar de una parte del pasado que compartimos todos y cada uno de nosotros, porque sus imitaciones y papeles nos siguieron, mientras crecíamos algunos y se hacían padres otros, e hicieron reír de un modo u otro.
Esa es la palabra: reír.
El Niño de la Tele, o de las Mil Voces (yo personalmente le conocía así) vivió su sueño, luchó por él, pero al parecer, y como por desgracia muchos sabemos, no basta con solo querer algo y valer para ello, hay una barra de hierro llamada suerte, llamada destino, llamada estar en el lugar y en el tiempo idóneos, que puede hacer que no logremos mantener a nuestro lado esa vida que creemos tener predeterminada, que la vemos tan clara que casi nos vemos con ella para siempre. Y, entonces, lo perdemos todo; o casi.
En su monologo, titulado –El niño de la tele: creía que iba a comerse el mundo, y se comió una mierda–, Rubén hace balance de su pasado sin perder ese humor que nos posee después de la desgracia, ese que aparece cuando hemos asimilado la pena y hemos salido del bache, y lo hace con una dureza y una tablas que abruman. Logra llevarte de la pena y el hastío, de la completa perdida de esperanza por el mundo, a un buen rollo y un humor tan sincero y puro que, sin darte cuenta, te ríes a carcajadas mientras te secas las lágrimas de las mejillas. Con imágenes de archivo y un escenario perfecto para la ocasión (ahí sí que no pienso decir nada, es mejor que lo veáis con vuestros propios ojos) el Niño de las Mil Voces, durante más de una hora y media, te da una lección de vida y te obliga, y lo aceptas sin rechistar, a ver las oportunidades del pasado y del presente de un modo diferente.
Reconozco que, estando cerca la fecha en la que la vi de Sant Jordi, me dio un empuje de energía y unas ganas de comerme con mis libros el mundo, y lo mejor es que lo hizo con la mejor de las sonrisas; la de alguien que lo tuvo todo, lo perdió todo, pero sabe ver el pasado como lo que es y afrontar el futuro con más ganas si es posible.
Deciros que debéis verla es quedarme corto, porque no es algo que solamente se vea, y ya está. Acercarse el Aquitania es un ejercicio de autoconocimiento como pocos, que consigue con una historia real, sin censura, y empapada de esa valentía que muchos dicen tener, pero que a la hora de la verdad nadie tiene en realidad, que hagamos las paces con nuestra niño interior, ese que algunos no le hicieron caso cuando decía qué es lo que de verdad quería hacer en la vida. Y aunque ahora es tarde para decirle que tenía razón, que debimos hacerle casi, siempre podemos recordarle con cariño, junto a Rubén, y tragar saliva cada vez que el pasado que no tuvimos, y que nos llevará al futuro que vamos a tener queramos a no, nos golpee en la cara.
Y, una vez estemos en el suelo, hagamos fuerza y nos volvamos a levantar.