Reflexiones desde mi espejo

Blog de Opinión

Manuel Gris

Basado en malas costumbres sociales

Hace poco me estaba cortando las uñas de los pies cuando, buscando un ángulo más cómodo que ese que estaba adoptando para poder cortarme una de las uñas que tengo en forma de garra (una larga historia de género Biológico que tampoco voy a analizar ahora mismo), noté como un extraño calor comenzó a subir por mi espalda, justo por los mismos puntos por los que notaba la columna más tirante, más forzada, y los músculos comenzaron a volverse como de piedra.

Poco a poco al principio pero, después, acelerando el ritmo como un coche de carreras en la recta final con el contrario a pocos metros y en primera posición.

Primero no me alarmé, total, solo era un tirón. Pero pasados unos minutos me di cuenta de que mi cuerpo se estaba convirtiendo en algo más cercano a una pared de cemento que a una parte de mi anatomía, y entonces traté de levantarme. Ponerme erguido. Caminar.

No pude.

Caí al suelo, y debido a que el resto de mi cuerpo seguía los pasos de mi espalda, mi cabeza rebotó con la parqué del suelo justo en el punto donde una pequeña astilla escapaba de si prisión, la cual entró en mi ojo con fuerza y llegó, sin que pudiera hacer nada, en mi cerebro donde se alojó con tanta violencia que este comenzó a inflamarse a una velocidad alarmante a todos los niveles.

Lo último que pude identificar antes de que todo se volviera negro fue como un charco de sangre crecía al salir por mi nariz y orejas lo que hasta hacía solo unos minutos era mi bien más preciado: el cerebro.


 

Y nada de esto pasó, claro.

¿Pero no es increíble como la escritura puede lograr que mientras leáis os estéis preguntando cinco millones de cosas antes incluso de comprender la primera o el motivo de la misma?

Pues algo que me parece tan sencillo y bello (y que en este caso he escrito en los cinco minutos que tenía libres antes de ir a comer en el trabajo), que consigue que un ser humano escape por un momento de su vida corriente y consiga sentir cosas que no creía posibles, es para alguna gente una especie de obligación ancestral que demostrará si lo hacen que son personas cultas o que merecen nuestro aplauso.

Como si al no hacerlo, al no atreverse, estuvieran poco menos que insultando a los dioses o a su insípida existencia.

Así después pasa lo que pasa, que se publica a las personas y no a las historias, que se premian los nombres que suelen estar en negrita o la cantidad de seguidores que le dan like en lugar de a aquellos que van a aportarnos algo verdaderamente puro y real.

Algo que nos apetecerá recomendarlo después.

Claro que no estoy diciendo que todos sean iguales, ni muchísimo menos.

pero al igual que en el cine o la música, donde el cubo de lo que se puede oír y ver esta tan lleno que al final acabas usando ese arte solamente para pasar el rato en lugar que para aprender o sentir (cuánto daño ha hecho Netflix o Napster a la filtración de lo que es bueno o malo), en la literatura hay demasiados escritores que solo quieren posar en un photocall y ser halagados por todos, que escriben solo para esa genial foto en la que están firmando el contrato de publicación, y que se olvidan de la historia, la sinceridad, el arte y la estructura.

Los que de verdad se centran en las historias y no en las redes sociales, y que suelen ser los que aportarán algo verdadero a este noble arte de escribir, acaban relegados a estanterías oscuras y a lectores fieles pero eclipsados por las modas y los anuncios en autobuses y blogs lameculos de turno.

Escribir no debe ser algo que se hace porque sí, nunca debería servir para que los que viven solo por el ego encuentren ese espejo brillante (y cuya parte trasera está oxidada y llena de suciedad) en el que reflejar sus poses de payasos tratado de encontrar ese falso rincón de terciopelo en el que recibirán su trono de cartón.

¿Cuándo vamos a aprender a cuidar lo que de verdad importa?