Albert Serra regala una dosis de cine superlativo en su documental taurino ganador de la Concha de oro en San Sebastián
La verdad no es un concepto abstracto, es un toro que te embiste y al que solo puedes enfrentar con temple. En Tardes de soledad, Albert Serra lo sabe como ninguno y lo filma mejor que nadie.
La tauromaquia, como el cine, es cuestión de mirada, de tiempo, de saber cuándo dar el paso al frente y cuándo dejarse llevar por el destino.
Miles de decisiones son tomadas en milésimas de segundo por los toreros; los matadores agarran el compás del tiempo y colocan sus pasos en el baile con la muerte de la mejor forma posible: la verdadera. Porque no hay trampa ni engaño en una faena.
Hay dolor, sangre, belleza, arte y duelo; y son indivisibles. En el documental del director de Pacifiction esto se entiende perfectamente y la mirada se vuelve absolutamente sincera. El taurino verá belleza, color, estilo y poesía en la arena y el antitaurino muerte y dolor. Ambas miradas tienen verdad, pero solo una parte de esta.
La verdad en el cine
Serra coloca la cámara en sitios donde nunca ha estado antes. Es una obra revolucionaria en escena y mensaje. La verdad del filme atraviesa la pantalla y el espectador solo puede rendirse ante lo que sus ojos ven. Yo he visto un baile entre el toro y el humano: dos elementos increíblemente bellos de la existencia, dos incomprendidos y solitarios sujetos que se encuentran en un baile para matarse.
Sin uno no existiría el otro y el cineasta catalán así lo plasma desde la secuencia que abre la película en la que el toro de lidia respira, bravo, en la dehesa y mira al espectador que es cómplice de la extraña belleza que tendrá su muerte.
Serra captura el ritual del torero Andrés Roca Rey en su absoluta desnudez: sin público, sin oropeles, solo el hombre y la bestia en un coso que se convierte en limbo. El toro, con su embestida violenta pero pura, es la encarnación del tiempo que nos devora.
Y Roca Rey, con su estoque y su capote, es el artista que intenta darle forma a ese caos. Es el hombre que enfrenta las tardes de soledad que se alimentan de su alma en un tiempo que ha regalado a su oficio. Porque lo que hace «es verdad».
Así se lo recuerda su cuadrilla tras cada oreja cortada, tras cada cogida, tras cada paso bien dado. Al matador no le valen los aplausos y el cariño de las plazas. Con su mirada busca al toro, solo se comprenden ellos -y tal vez Serra en algunos momentos-. Son los únicos que entienden la verdad de las imágenes, el precio de lo que es bello y la muerte como rutina.
La imagen documental no es tramposa. Duele, emociona, sangra e hipnotiza. Es un regalo e cine honesto: porque si no lo fuera, no valdría la pena.
La película, como una faena lenta y ceremoniosa, se compone de gestos mínimos, de silencios que pesan como una plaza vacía después del triunfo o la tragedia.
La cuadrilla murmura, se ríe, celebra la muerte, manda al diablo y lava las heridas de su héroe. Un héroe que no es colocado como tal ni por él, ni por el toro, ni por el cine. Es más bien un antihéroe, una suerte de toro dado la vuelta, un inadaptado. Un extraterrestre cargado de dolor y con el don de torear la vida y salir a hombros con la muerte.
Serra, como un matador en el último tercio, lleva su cine al límite de la abstracción: imágenes que se mueven entre la pintura de Ribera y el documental etnográfico, entre el realismo y el sueño. Hay sangre, hay arena, hay miradas que lo dicen todo. Y cuando el acero se hunde, el silencio es tan absoluto que uno entiende que, al final, solo importa lo que se ha hecho.
Porque lo que se ha hecho es verdad. Y la verdad es lo único que queda.