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Té Eterno

por Irina Moreno

– Qué bien que estemos todos juntos aquí comiendo – dijo mi abuela con una pequeña sonrisa – hacía meses que no nos veíamos.

– Pero mamá, qué estás diciendo, el domingo pasado también estuvimos aquí contigo – respondió papá – ¿No te acuerdas?

– ¿El qué?

– Da igual.

Mi abuela sonrió y nos miró a todos, como si todo aquello fuera una broma. Como si durante los últimos seis meses ella no hubiera estado empeorando de forma alarmante, como si cada vez todo fuera más difícil.

Mi abuela, mi siempre tierna e inteligente abuela, tenía Alzheimer.

Mi abuela me dio todo lo que ella sabía y conocía para hacerme libre, para no depender de los demás. Incluso en las veces en las que yo no estaba por la labor de aprender algo, ella siempre me convencía susurrándome cosas como “Tus padres estarán contentos porque les ayudarás con la faena en casa, pero en realidad es para que tú puedas ponerte esa camiseta que tanto te gusta cuando te apetezca, sin esperar a que ellos te la laven y planchen”. Mi abuela me regaló una libreta cuadriculada pequeña, muy parecida a la suya, para que pudiera copiar todas sus recetas magistrales y los secretos que ella había aprendido a base de repetición y experimentación. Juro que esa libreta podría desbancar a cualquier best seller si mi abuela la publicara.

Quizá ella aún tuviera una visión un poco anticuada de la sociedad en la que vivimos hoy y que tan rápido ha evolucionado para ella, y quizá se perdiera en este mundo en el que cada día se inventa algo nuevo y más “futurista” que lo que se inventó el día anterior, pero hay cosas que nunca cambian, aunque no nos demos cuenta; y mi abuela era una experta en todas esas cosas. Me enseñó cómo ser amable y paciente con la gente, aún cuando tú misma no has tenido un buen día, pues te abre muchas más puertas de las que podrías intentar abrir siendo maleducado y egoísta. Además, como dice mi abuela también, “tú no sabes qué día está teniendo esa persona, pero si te portas bien con ella, seguro que no se lo harás peor”.

Todos queríamos estar alrededor de mi abuela, en realidad, porque con ella cerca se sentía una paz indescriptible. Incluso ahora, cuando su paz se había visto tan violentamente zarandeada.

-¿Preparamos el té? – me dijo mi abuela sonriendo.

Me parecía increíble que aún con todo el peso del universo sobre ella, nunca dejara de sonreír. Yo estaba segura de que en cuanto volviéramos a casa ella ya no estaría sonriendo. Estoy segura de que se sentiría sola y perdida. La única vez que no vi a mi abuela sonreír fue cuando mi abuelo nos dejó. Ahí pude ver el verdadero poder que mi abuela ejercía sobre todos nosotros. Ella estuvo un año entero de luto, como le mandaban sus creencias, vestida siempre de negro de la cabeza a los pies. Y no era feliz, como no lo podía ser nadie después de perder a la persona con la que has compartido tus días durante casi sesenta años. Mi abuelo adoraba a mi abuela, eso lo podía ver cualquiera con dos ojos en la cara, y aunque mi abuela se hacía la dura, ella también estaba loca por mi abuelo. Mi abuela tardó todo ese año en aprender a seguir adelante con lo que le quedaba, sus hijos y yo, su única nieta. Correcta, eso siempre, pero seria y con un brillo triste en los ojos que quebraba el corazón de quien los mirara. Y así fue hasta que un día mi abuela se quitó el negro y se puso de nuevo a sonreír, devolviéndonos a todos a la normalidad.

Mientras estuviéramos nosotros delante, siempre había una sonrisa en sus labios.

– Claro – respondí levantándome de la silla – ¿alguien ha comprado pastas?

-Yo – dijo mi tía – del horno de siempre, las de anís.

Me habían enseñado que cuando una persona a tu alrededor tiene Alzheimer, es importante mantener rutinas. Por eso íbamos todos los domingos a comer con mi abuela, mis padres, mis tíos y mi tía; lo único que variaba era la comida. Pero no las pastas que acompañaban al té. Eran las favoritas de mi abuela desde que se mudó con mi abuelo a la ciudad, antes de que yo naciera, y las compraba en un horno cercano. Unas simples rosquillas de anís con azúcar espolvoreado por encima cuya receta se había mantenido impertérrita al paso del tiempo y que se habían convertido prácticamente en una religión dentro de nuestra pequeña familia.

Aunque a mi abuela no le gustaba el café, ella también se encargaba de prepararlo. Pero lo que verdaderamente le gustaba a mi abuela era el té. Cuando alcancé una edad razonable para poder empezar a tomar café y descubrí que no me gustaba nada su sabor, mi abuela no dudó en prepararme una esperanzadora taza de té. Acostumbrada a que mi padre y mis tíos bromearan con su devoción por el “agua sucia” no fue nada raro que a mi abuela se le iluminara la cara cuando descubrimos que, efectivamente, una nueva adepta se unía al clan del té en nuestra familia.

Desde entonces, cada vez que terminábamos de comer, mi abuela y yo íbamos a preparar nuestras tazas de té y el café del resto de la familia para acompañar con las famosas pastas de anís.

– Pon las pastas en la fuente para que queden bonitas, que sé que tú sabrás hacerlo – me dijo mi abuela mientras cogía un cazo pequeño para ir calentando el agua.

En realidad yo siempre colocaba las pastas de la misma manera en la misma fuente desde siempre, pero mi abuela últimamente actuaba como si fuera la primera vez. Y una vez más, sabía que le iba a encantar como yo las colocara.

Preparar el té era algo que mi abuela y yo hacíamos prácticamente en silencio, como un ritual sagrado en el que las dos sabíamos perfectamente qué teníamos que hacer y cómo. Era una coreografía que ambas nos sabíamos al dedillo y que nos encantaba representar, nos había unido cada vez más con el paso de los años. Era algo entre ella y yo, un vínculo simple y hermoso.

– Ay, qué aseadas te han quedado las pastas – dijo ella sin faltar a mi previsión- ¿Puedes llevarlas a la mesa? Ahora saco el agua del fuego y llevo las tazas.

– Me llevo también la canela para tu té negro, abuela.

-¿Te había dicho ya que me iba a poner canela? – dijo mi abuela extrañada.

No, claro que no abuela, pero llevabas los últimos seis meses bebiendo té con un toque de canela cada domingo. Solo que tú no te acordabas.

– Esto…sí, sí me lo habías dicho.

– Ay hija mía, tengo la cabeza loca, se me olvida todo ya.

Abracé a mi abuela, algo que siempre se hace demasiado poco, y le dije que no dijera tonterías, que ella estaba estupendamente. Mi abuela, cómo no, me apretó tiernamente con sus bracitos ancianos y se rió.

Cuando mi abuela y yo tomábamos té, nada más que nosotras, nuestras tazas y las pastas de anís existía durante ese momento. Mis tíos y mis padres debatían o charlaban sobre sus trabajos. Mi abuela me contaba anécdotas de su juventud que ya había oído centenares de veces y yo escuchaba atentamente de todos modos, yo le contaba que había descubierto una tienda en la que vendían mil y una combinaciones de té y que un día tenía que venir conmigo para que se la enseñara.

Repetíamos esa conversación cada domingo, con las mismas tazas, con las mismas pastas, con el mismo té.

Las rutinas dejaron de hacer de barrera al paso del tiempo y a la evolución de la enfermedad. Mi abuela cada vez olvidaba más cosas, cada vez repetía más cosas, cada vez se hacía más torpe. La chica que habíamos contratado para que la acompañara cuando ninguno de nosotros pudiera estar con ella empezó a contarnos como cada día empeoraba un poco más. Unos cuantos domingos más tarde, mi abuela no reconoció a papá.

Yo me negaba a ver la realidad que tenía ante mis ojos, me refugiaba en que todas las enfermedades tienen momentos en los que empeora y mejora; pero no es así con el Alzheimer. Mi abuela seguía pidiéndome que le ayudara a preparar el té después de cada comida y para mi aquello era como un salvavidas en la marea que cada vez se hacía más y más alta. Parecía que nuestra pequeña tradición no iba a desaparecer jamás y yo me aferraba a que eso haría a mi abuela inmortal.

(…)

El último domingo, mi abuela ya no hablaba, solo sonreía. “Qué bien que nunca se le olvide sonreír”, pensé. Todos en la mesa callaban, la televisión nos decía las últimas noticias de fondo. Mi padre estaba visiblemente agotado y desesperado, pero solo podía callar. Mi madre miraba alternativamente a su plato y a mi abuela, volviendo la mirada al plato cuando se le anegaban los ojos de lágrimas. Terminamos y mi abuela me pidió que la ayudara a preparar el té.

Mi abuela puso a calentar un cazo con agua mientras yo organizaba las pastas de anís con la misma estructura y en la misma fuente de siempre. No tenía ni idea de si las rutinas tenían un sentido o no, si iban a ayudar en algo a estas alturas, pero solo por que mi abuela estuviera contenta de tener una fuente con sus pastas favoritas organizadas con gusto merecía la pena seguir haciéndolo por toda la eternidad. Las tazas no estaban en su sitio, así que empecé a rebuscar por los armarios de la cocina hasta que las encontré. Me di cuenta de que estaba sola. El agua borboteaba violentamente y se salía del cazo, haciendo chisporrotear el fuego. Cogí el cazo, apagué el fuego y llené la taza de mi abuela con el té para que se fuera haciendo y me asomé por el pequeño pasillo de la casa. De fondo podía oír a mis tíos y mis padres hablando en voz baja y a la televisión aún encendida, pero por lo demás, el resto de la casa estaba en silencio. Comencé a caminar por el pasillo con la taza en la mano, asomándome en cada puerta por si encontraba a mi abuela.

Cuando entré en su habitación, estaba sentada en el borde de la cama, mirando las cortinas con pequeñas flores bordadas que ocultaban la única ventana, por la que entraba una luz que solo parece existir los domingos por la tarde, llena de nostalgia. Me senté a su lado y ella me miró. Me miró de una forma que me rompió el alma en mil pedazos y luego sonrió educadamente.

– Hola, ¿quién eres?

No pude articular palabra, un nudo del tamaño de un puño me aferraba la garganta. Noté como las lágrimas se empezaban a amontonar en mis ojos. Le tendí su taza con el té que ella había olvidado terminar de preparar.

– Oh, ¿esto es para mi?. Muchas gracias, me encanta el té. ¿Sabes?, a mi nieta también le gusta mucho el té, lo preparamos juntas.

Bajé la cabeza y comencé a llorar, sin decir ni una palabra. Ahora era consciente de todo lo que había estado intentando ignorar tiempo atrás, de que yo no iba a tener más suerte, que ese vínculo de té que mi abuela y yo habíamos construido no era indestructible. Mi única suerte fue ser la última en desaparecer de sus recuerdos.

Noté su mano sobre mi cabeza y supe con dolorosa certeza que ella estaría sonriendo.

– No pasa nada.